TMte fui hace cuarenta y dos años, y todavía, cuando me escuchan hablar, me preguntan de dónde soy.

Aquel septiembre de 1965, Zafra se quedó con mi niñez, el tiempo en que las manos de los padres parecen guardar las soluciones de todos los problemas. El tiempo de la seguridad y de los olores que se instalan en la memoria. El tiempo en el que todo parece fácil.

Se quedó con la plaza Chica y con la plaza Grande; con el Parque; con los melones, enormes y amarillos, que invadían el aire y los veranos; con la calle Sevilla, el bullicio de los comercios junto al recogimiento del convento de Santa Clara, por cuyos dulces no pasa el tiempo ni el olvido; con el Arco de Jerez, donde empezaba la procesión en la que mis hermanos salían de cofrades; con la vista del convento del Rosario desde el Arco del Cubo; con los riscos de El Castellar, la parroquia de la Candelaria, el camino del cementerio, y las campanas; con el pilón donde no podíamos beber por miedo a las sanguijuelas; con la casa azul y el Pilar Redondo; con el Cristo del Pozo y la leyenda del bigotes ; con las casas-palacio y el castillo donde aprendíamos bailes regionales.

No sé si algún día podré volver a mi pueblo. Pero, mientras tanto, vuelvo cada vez que escribo sobre él, cada vez que lo nombro, o que lo nombran, cada vez que la Feria Ganadera lo coloca en los telediarios y en las páginas de los periódicos. Siempre vuelvo, y recupero aquellos lugares que se quedaron, pero que se vinieron conmigo. Porque, hace décadas que vivo lejos de allí, pero, en realidad, se podría decir que nunca me he ido.