La rápida elección del cardenal Joseph Ratzinger, originario de una población de la Baja Baviera, Marktl am Inn, que llegó a ser arzobispo de Múnich antes de ser nombrado ministro de la Congregación para la Doctrina de la Fe en 1981, no dejó de constituir una sorpresa para la mayoría de los vaticanistas. Ratzinger era uno de los favoritos, pero la homilía del lunes en San Pedro, previa a la entrada del cónclave, le restaba apoyos. Al menos ésa era la impresión reinante.

El cardenal alemán había hablado "demasiado claro", según los observadores. "Después de la homilía de ayer, no se puede ser papa", insistían.

Ratzinger reivindicó ante el colegio cardenalicio las virtudes de la ortodoxia y denunció "la dictadura del relativismo", que "aparece como el único comportamiento a la altura de los tiempos modernos", dijo.

El ahora papa lamentó que quienes "tienen una fe clara, según el credo de la Iglesia", sean etiquetados de "fundamentalistas", una acusación de la que él ha sido víctima de forma recurrente.

CONTRA LOS ´ISMOS´ "Cuántos vientos doctrinales hemos conocido en los últimos decenios, cuántas corrientes ideológicas", se quejó, para arremeter a continuación contra el marxismo, el liberalismo, el colectivismo, el individualismo y el sincretismo.

La medida del relativismo, insistió Ratzinger, es "el propio yo y sus deseos" y a ello contrapuso la "fe adulta", que no sigue las modas, cuya medida es "la amistad con Cristo".

La mayoría creyó que el discurso haría inviable un compromiso con el sector más aperturista del colegio cardenalicio y que a Ratzinger únicamente le iba a restar la posibilidad de ceder su paquete de votos a un purpurado afín menos significado. Justo lo contrario de lo que finalmente acabó sucediendo.