Para quien pisa por primera vez Aldea Moret, la barriada aparece como un pueblo a una ciudad pegado. De hecho, hasta no hace muchos, constituía un municipio más de la provincia de Cáceres.

Las casas son bajas, de una o dos alturas, y se intercalan con bloques de pisos, muchos de ellos de protección oficial. Edificios que acumulan en sus fachadas la erosión de los años, aunque prácticamente ninguno se remonta a los tiempos en los que se fundó el poblado, a mediados del siglo XIX. Tan solo los restos de las fábricas y almacenes de las minas de fosforita, de las que vivieron sus vecinos durante décadas.

Ahora queda poco de aquel explendor. Las mañanas están gobernadas por mayores que pasean, corrillos, tertulias y carreras para pequeños recados. Impera el pequeño comercio, el ultramarino de toda la vida, las modestas tiendas de bienes de primera necesidad, los estancos estrechos y los bares de chato de vino, partida de cartas y café. Por sus calles se escucha cantar a los pájaros, lamentarse al perro solitario y la música de Niña Pastori. Pero sobre todo llama la atención el vaivén sonoro de los comerciantes deambulantes, fruteros y panaderos que recorren despacio la barriada con sus furgonetas, recordando a grito pelao o bocinazo completo que traen la huerta en el propio maletero.

En Aldea Moret, a mediodía huele a guiso y por la tarde irrumpen el griterío de los chavales, los rugidos de las motos y el tráfico de coches. Sus habitantes hablan de atmosfera tranquila, de incidentes puntuales, de conflictos comunes a cualquier vecindario y de prejuicios establecidos. Aunque mientras discuten de fútbol, de Pantojas y de Fernandos Alonsos, recuerdan algún cadáver emparedado, reyertas, coches quemados y turbios desalojos.

Pero ante todo, Aldea Moret es lo que queda de aquel pasado, las migajas que recibe del presente y las esperanzas de mejorar en el futuro. Un espacio donde se relacionan gitanos y payos, con los esqueletos de las ruinosas fábricas de fosfato y un alicaído colegio Proa de fondo. Aún mantiene la línea del tren hacia Mérida y la sombra de la inseguridad emborrona su cartel de entrada. Sin embargo, en la calle los vecinos dejan los coches con la ventanilla bajada y muchas puertas de casas particulares permanecen abiertas sin temores.