Emir Kusturica sigue a lo suyo. Diluida la polémica suscitada por Underground , película injustamente considerada proserbia en plena guerra de los Balcanes, el director nacido en Sarajevo regresa al conflicto que bañó en sangre la antigua Yugoslavia. Lo hace a su modo, sin cambiar sus signos vitales: tragicomedia, onirismo, música zíngara, idealismo, esperanza y crueldad.

Sólo de este modo, desde la óptica de un cineasta que ha radiografiado las contradicciones salvajes de su país sin perder de vista el sentido del humor, ciertamente negro, puede entenderse un filme como La vida es un milagro .

De ahí la convivencia de secuencias dramáticas, como el intercambio de prisioneros, el acoso a los musulmanes o la presencia de los francotiradores en cualquier parte, y de momentos esperpénticos como aquel en que uno de los líderes serbios sufre el impacto de un obús mientras se masturba hablando con un teléfono erótico alemán.

Todos los personajes de la película pertenecen a la fisonomía ya habitual del cine de Kusturica. Son figuras alejadas del mundo racional, de sus miserias, supervivientes que buscan su edén particular a través del amor o, simplemente, han decidido perder la cordura para no tener que entender lo que ocurre a su alrededor: un idealista ingeniero ferroviario para quien la guerra parece no existir, una cantante de ópera mentalmente extraviada, un jugador de fútbol que sueña con fichar por el Partizán de Belgrado mientras juega a ser Guillermo Tell con una pistola en vez de una ballesta o, en el terreno de la fauna del lugar, un asno aquejado de mal de amores que quiere suicidarse cruzando las vías cuando pasa el tren. La vida es un milagro conserva la misma musicalidad y sentido del espectáculo que Underground , pero es menos pesimista. La guerra ha concluido, aunque el último filme de Kusturica no deja de ser una señal de alerta: en cualquier momento puede rebrotar.