Siguiendo por la Ronda de Vadillo los caminantes hacen parada en Fuente Rocha, que en su origen se llamó de Curtidores y que hasta 1964 se utilizó para el riego pese a su insuficiente caudal. El lugar forma parte de ese corredor de siete kilómetros que desde la Fuente del Rey hasta la desembocadura del Guadiloba conforma la Ribera, ayer un idílico paisaje, hoy en orfandad, merced al cual creció el Cáceres de la Prehistoria y en cuyo entorno se desarrollaron los oficios tradicionales que convivían junto a la muralla: los curtidos de pieles, los tintes de tejidos, las huertas y los molinos de trigo.

Su declive comenzó en la década de los 40. Con la implantación de la energía eléctrica en la industria, se dejó de depender de la fuerza del agua y se dio paso a un nuevo modelo de producción, menos artesanal, que arrastró al Marco a su desolación. En Fuente Rocha, donde la Ribera se estrangula por el monstruo de un colector de hormigón que la cercena, hay algunas monedas que aún tiran los cacereños en busca de mitos y buenos deseos, o esperanzados en hallar el amor eterno. Pero son monedas sin corola, como flores secas que esperan ser exoneradas por la marca del agua.

Durante años, a Fuente Rocha le cerraron los caños, condenados a prisión, privados de su función social. Y así estuvo, convidada de piedra, un adorno más de ladrillo macizo sin placer y sin fortuna, hilada su agua en el olvido. Hoy vuelve a brotar de su circuito efímero mientras el tráfico no deja tiempo a detenerse, lejos de la algarabía que tuvo en el pasado, cuando el río de Cáceres era patria y canal, y el aire perfumado traía el aliento de los lirios.

Ella había nacido en un pueblo y pasó su infancia y juventud sirviendo, sin dejarse sentir, ni afán de reír. Tuvo el desatino de enamorarse del señorito de la casa, que le hizo una barriga la noche donde en el Paseo que había a espaldas de la iglesia le prometió amor eterno. A los 9 meses él la llevó engañada a una clínica de Madrid. Parió. Le dijeron que era un niño y que venía muerto. Ni lo vio ni lo acunó.

Ese hospital estaba muy solicitado. A él acudían matrimonios de distintas partes de España frustrados por la dificultad de adoptar por los cauces tradicionales y embarazadas en apuros, o jóvenes solteras que se habían quedado preñadas trabajando de criadas o a las que sus padres habían echado de un puntapié en el culo al conocer la noticia del futuro alumbramiento

Tras recuperarse, una de las monjas llegó a la habitación. La invitó a bajar a la recepción. Allí estaba su maleta y, en un sobre, un billete de tren a Cáceres y una carta de recomendación para trabajar como lavandera en un palacio de postín. Nunca más volvió a ver al señorito.

En la imagen, el verdecillo. JOSÉ PEDRO JIMÉNEZ

Pasados unos meses, aquí encontró a Miguel, muy trabajador, con el que vivió una historia de mucho vino y pocas rosas porque a él le gustaba tomar y cuando se pasaba de chatos, quedaba KO. Había días que ni atinaba a subir el escalón, tropezaba y amanecía con la nariz ensangrentada y el ojo morado después de transitar la noche a la intemperie.

De obedecer a los señores pasó ella a obedecer al marido, de modo que al despertar, Miguel tenía en la cocina, sobre el mármol blanco traído de las canteras, el café recién hecho y la rosca de aceite con chicharrones que mascullaba y escupía por los huecos de la boca desdentada. Luego llegaba la abnegada esposa con el mocho y la bayeta a quitar las migajas que llenaban el suelo tras la indecente borrachera.

‘No’ al olvido

El matrimonio tuvo dos hijos. Pero ella no olvidaba al primero, aquel que le arrebataron de las entrañas. Llanto, duelo, sangre y tortura, que sufría como una crucifixión. Se lo robaron cuando su boca era tierna y todavía inocente. Cuentan que una pareja en buena posición lo compró.

Miguel era un hombre insulso, un burro de carga que solo la buscaba en las noches de necesidad, efímeras, ansiadas de carne de vicio sin tiempo a la caricia. Y la mujer asentía. Parecía débil, pero fue fuerte, de admirable entereza. Primero sirvió a su padre, luego sirvió a los señores, después sirvió al marido, a los hijos, más tarde sirvió a sus suegros, de los que cuidó hasta los últimos días. Nunca aprendió ni a leer ni a escribir, y eso que poseía una inteligencia innata que la hizo sobrevivir a un mundo que le había torcido las vertientes.

Ya vieja, marcada por la arruga de las heridas, recordaba la juventud, los pocos días de amor que vivió con el señorito. Pensaba qué no daría por empezar de nuevo a pasear por la arena de una playa blanca, por escuchar de nuevo: ‘Esta niña que llega tarde a casa’. Y escuchar ese grito de su madre, pregonando su nombre en la ventana mientras ella deshojaba primaveras por la calle Mayor y por la plaza.

Se daba la vuelta en la cama y se topaba con Miguel, eructando, peyéndose, y roncando la cogorza. Y se marchaba lejos, al lugar donde manaba la fuente, cantaba el verdecillo y vio su luz primera antes de parir al hijo que de cuajo le arrancaron. Entonces se repetía una y otra vez: ‘Qué no daría yo por escaparme a un cine de verano donde alguien me daba el primer beso de amor. Qué no daría yo por una tarde sentada junto a él en ese parque, mirando cómo se moría el sol y oyendo el suspiro del mar... Y oyendo el suspiro del mar’