En las noches de verano, sobre los puentes revestidos con morteros de cal que había en la Huerta del Conde, ella no pudo resistirse a sus ojos y allí comenzaron a dibujar sus vidas. Que el amor no es pecado, siempre es virtud, es como un río si no se estanca en el hastío ni se repite en el placer. En ellos el goce no era reiterado, era la fuerza de la carne tibia, el vicio entre los juncos, la pasión que se escuchaba al otro lado del tintineo del manantial. Allí desataban el instinto y siempre se quedaban con más ganas de beber.

En la misma dirección que el aire fresco de la Ribera, los novios recorrían el paseo de San Francisco a pie porque no les llegaban los reales. Los señores, en cambio, lo hacían a caballo o en coche. Todos, eso sí, terminaban en las inmediaciones de la Fuente del Rey, manantial natural del Marco y cuyo nombre no tiene nada que ver con la corona sino que procede del árabe ‘rah’, que significa molino.

Una vez allí, la aristocracia se separaba del pueblo y tomaba rumbo al palacete de la Huerta del Conde, donde los señoritos participaban en tertulias y jugaban al tiro de pichón mientras las señoritas, con su sombrilla, bebían limonada. La Huerta del Conde es más bien un pabellón de recreo, originariamente de la familia Ulloa, marqueses de Castro Serna, que pasó luego al conde de Adanero. Es un lugar hermoso y señorial por sus rejas, escaleras, azulejos, columnas, patios, su maravilloso invernadero y su jardín romántico datado a finales del siglo XIX que aún se conserva. Es el ejemplo de que con mimo y paciencia, el río de Cáceres podría ser el edén mejor cuidado y respetado de la ciudad.

Desde los puentes de un ojo, los dos enamorados escuchaban las carcajadas de la gente rica, veían los Biscuters aparcados en la puerta, los trajes primorosos de las damas, los juegos de las niñas que se habían curado la tosferina en la finca La Santanderina mientras coleccionaban los álbumes rojos de Nestlé y mascaban chicle Adam’s.

La novia, con el ramo de flores y el broche. EL PERIÓDICO

A su atalaya del sexo consumado en las conchas llegaba el olor del humo de los cigarrillos que fumaban las jovencitas a su vuelta de las clases de la Sorbona, pero nada se podía igualar a ellos: sin más vestimenta que sus cuerpos desnudos en la arena marcial del ring del amor. No había mayor fortuna que renacer del fuego entre las brasas con las ascuas desatadas y los perfiles en penumbra. Libres, arrodillados. Posturas de hemisferios en sus muslos.

El mes de agosto no le bajó la regla. Lo achacó a la presión que la señora de la casa le imprimía cada vez que volvía de Concejo a cuestas con la ropa lavada, abrasada de calor, con los labios pegados por la sed y el sudor. Pero los pechos estaban duros, prietos, a punto de estallar. La criatura ya estaba en su vientre.

Él la acompañó a comunicárselo a sus padres. El patriarca, alto, canoso de pelo de escarpia, enjuto, abrió su mano entera y abofeteó a la niña, que cayó al suelo, mientras la madre lloraba: asolada, abatida. Pensaba en las habladurías del vecindario de Las Tenerías, en qué haría con el vestido blanco que esperaba en el ropero la llegada al altar de Santiago.

Tuvo que casarse de negro, como así obligaban a las preñadas; y al caer la oscuridad, en la hora en que la tiniebla ocultaba la incipiente barriga. El sueño de su madre hecho trizas.

Cuando se recompuso, aceptado el luto en el casorio, ayudó a su única hija a confeccionar el traje con las telas que escogió en dos de las tiendas de tejidos de la calle Pintores, la de Juan García, y La Muñeca, de Rosendo Caso, que llamaban así porque tenía un maniquí y entonces no era muy corriente tener maniquís en las tiendas de Cáceres. El dinero solo dio para el satén de la parte delantera, el resto se hizo con algodón.

Hubo que dejar una parte de los ahorros para el sombrero de fieltro, que compraron a Eleuterio Sánchez-Terio, uno de los empresarios más reconocidos de la ciudad, fundador de una sombrerería en la plaza Mayor y una perfumería en Pintores. La sombrerería tenía suelo de madera, caja registradora, mostradores de cristal donde se exponían los sombreros más modernos de la época y una trastienda, centro de las tertulias de reputados intelectuales.

A él le hicieron el traje en la sastrería Pérez, que también estaba en Pintores y que era más conocida como La Petaca porque dentro disponía de una réplica de los estuches que se utilizaban para llevar cigarros o tabaco picado.

El padre entregó a la novia a los padrinos que, como marcaba la tradición, eran el cuñado y la cuñada del novio. Ella llegó anclada de un broche de flores enceradas que cerraba su escote, copia del ramo que sujetaba entre sus manos cubiertas por guantes blancos y que tapaban su pecado.

Luego subieron a la Montaña y al llegar al Bar Salamanca, que tenía Santiago Pacheco en Gil Cordero y que antes estuvo de camarero en Metro y Metropol, sirvieron dulces caseros que preparó la madre de la novia con ayuda de sus dos nueras. Hubo café, vino y aguardiente.

Pasaron los años y sintió que no perdió el tiempo, que él no le dio castigo, que solo le dio alegrías, que sin venir a cuento le trajo flores, mientras ella le susurruba que ‘esto tan nuestro, lo quiero pa mí, pa los restos’