TEtl transformador de mi pueblo se alzaba, terrible y solitario en las afueras, y era como un nido de cables que zumbaban igual que abejas misteriosas. La puerta era como de zinc o chapa, y en ella había un letrero en el que ponía: 'No tocar, peligro de muerte' y estaba dibujada una calavera con dos tibias cruzadas, debajo, como emblemático signo de 'la parca'.

Y yo, cuando era niño y pasaba junto al transformador, me sobrecogía su malévola presencia, como la de un centinela gigantesco y obstinado, y arriba en los cables había cazoletas blancas y azules, como inmóviles pájaros de colores, y estaba el monótono y persistente zumbido vibrando sobre los tejados. Esto me producía un vago temor porque pensaba oscuramente que algo allá adentro podía estallar como una bomba.

Sin embargo, el miedo al transformador, con sus cables sonoros y su calavera, jamás lo manifestaba. Y pasaba por allí, con mis amigos, y en esos casos, nos hacíamos los valientes y hasta tocábamos a veces, si bien con la rapidez de un relámpago, la puerta azul.

El transformador lo atendía tío Damián, el electricista, que era un hombre hosco y solitario. Y en las noches frías de invierno, cuando el rezo del rosario había dejado en los últimos callejones del pueblo un eco lúgubre, como de almas del purgatorio, pasaba el tío Damián, de vuelta del transformador, con su halo de tristeza en su silencioso caminar. Y nosotros, los niños de entonces, que quizá jugábamos todavía en la calle sin temor al frío ni a las sombras, nos asustábamos, no obstante, cuando notábamos la presencia pálida del electricista.

En el pueblo estaba también la casa de los muertos, de cuando la guerra, y estaba el pozo con su agua fresca cubierta de pamplinas, y 'el enemigo' en el fondo, como un dragón dormido, y estaba el carro del cementerio y los duendes del altozano, que gemían horriblemente en las noches oscuras, cuando aullaba el viento y estaba la luna con su carra amarilla y boba sobre el transformador, y sobre el zumbido sostenido de los cables.

Y estaban las cazoletas blancas y azules como ateridos pájaros de colores, y estaba el tío Damián, el electricista, silencioso y grave, en algún rincón manipulando luces, palancas, cosas, con la precisión fantasmagórica de un ser de otro mundo.

*El autor de este artículo es José Antonio Barquilla Mateos.