Lamento no haberte saciado, quise que así fuera, susurraba ella, y se escuchó su voz. La princesa está triste, qué tendrá la princesa. Los suspiros se escapan de su boca de fresa, que ha perdido la risa, que ha perdido el color. Hubo una vez un hombre que necesitaba una esposa. Hubo una vez una mujer que necesitaba un abrigo.

Abro un libro, abro este libro como si fuera un tesoro que me lleva a la infancia, a unos volúmenes azules (el de Perrault) y rosas pálidos (los de Grimm) que rompí de tanto usar: al terror atávico que sentí cuando imaginé a las mujeres colgadas del pelo (así las imaginé) en una mazmorra de un castillo, no entres en esa puerta nunca, la mujer era curiosa, la mujer entró, Eva quiso el conocimiento, Eva mordió, Caperucita preguntó de más y el lobo se la comió, calla, calla, princesa (dice el hada madrina): en caballo con alas hacia aquí se encamina, en el cinto la espada y en la mano el azor, el feliz caballero que te adora sin verte.

Pero cómo nos metíamos esas cosas entre pecho y espalda sin preguntar. Cómo fuimos sabiendo, sin que nadie nos lo dijera directamente, porque hay cosas que no se dicen directamente, que teníamos que preguntar poco o a nada, querer saber menos, no ser curiosas, no abrir las puertas.

Un libro es una puerta.

Abro este libro que me lleva a la niña que fui. Es el primero de la colección de ilustrados de Liliputienses y José María Cumbreño me comenta que alguna gente le ha preguntado por qué edita para niños.

Me sorprende cada día más la forma en que leen los otros, la forma en que ven cine, la falta de competencias discursivas audiovisuales, narrativas: el que ve Dunkerque y se queja porque no hay franceses, el que piensa que el final de La carretera es de película de cuento de hadas y un final feliz, el que piensa que Camino a la perdición habla de gángsteres.

Este Barba Azul no es para niños.

Recuerdo a esa alumna de 14 años diciéndome que le gustaban El tambor de hojalata y todos los libros de Dickens. Me veo a mí leyendo a Mark Twain. Me veo a los treinta y pico, releyendo Momo. Y todos los libros de Louise Cooper.

Ojalá hubiera tenido yo este Barba Azul cuando pasé de los ocho.

Ojalá me hubieran enseñado cómo me tengo que abrigar.

Cuando era pequeña, también me mostraron cómo mirar. Fue un programa de televisión, de la única que había, no recuerdo ni el nombre: iba contando qué era el cubismo, qué el expresionismo y se fijaba en todas las Meninas que habían sucedido a ese cuadro en el que Velázquez pintó la luz. Y a Margarita, la princesa está triste, qué tendrá la princesa.

La casaron con su tío: a los 15 tuvo a su primer hijo y murió a los 21 tras haber parido al cuarto.

El arte sirve para pensar en los abrigos, los barbazules que han estado o están en nuestra vida, en cómo mirar.

En MiraMiró, que llega a la provincia pacense estos días, los personajes de Joan Miró cobran vida gracias a la danza. Lo ha creado la compañía mallorquina Baal que estará mañana a las siete de la tarde en el Centro Cultural Vicente Serrano Naharro de Cabeza del Buey y el domingo, a las seis de la tarde, en el Centro Cultural Nueva Ciudad de Mérida.

También es para niños.

Yo no sé ustedes, pero yo tenía buen gusto cuando era niña. Me gustaba Canción de Navidad, me gustaba El grillo del hogar, me gustaba El príncipe valiente, me gustaba La historia interminable, me gustaba Whitman, me gustaban Los Vengadores y La Patrulla X y los X Men y los Nuevos Mutantes y Spiderman y Capa y Puñal.

No sé por qué este desdén por las cosas de niños, que luego vemos Toy Story y lloramos añorando nuestros juguetes de infancia. Es el mismo desdén que con las cosas de mujeres: una peli sobre amigotes es guay y una sobre cuatro amigas la vi porque mi novia me obligó.

Miró pinta con colores. Hay vídeo, hay una selección de toda su obra... Y, en MiraMiró, «los vivos colores, las formas geométricas y las características figuras y personajes del artista catalán estimulan la fantasía, dejando entrever que todo es posible».

La compañía le ha encargado la música a Kiko Barrenengoa, quien ha creado una banda sonora con un cuidado exquisito, muy alejado de lo que hizo en Test, que era un proyecto destinado a adultos y que abordaba la libertad del ser humano (spoiler: no existe). La animación es de Adri Bonsai, ganadora de un Goya, hace un par de años, al mejor corto de animación por Woody and Woody de Jaume Carrió. La dirección es de Catalina Carrasco.

Si quieren algún plan sin niños, la historia de un psicópata les puede venir bien. Es en Plasencia, en el teatro Alkázar, con David Gutiérrez y Beatriz Rico. Palabras encadenadas desvela la imposibilidad de marcar límites entre la locura y cordura, entre verdugo y víctima. ¿Podemos comprender a Ramón y a Laura? ¿Qué parte de verdugo es la nuestra? Quizá lo veamos a las ocho y media de esta tarde. Quizá nos quedemos en casa, leyendo y releyendo los textos y los dibujos de Barba Azul, de Raquel Cané y sepamos que algunos cuentos son, sobre todo, para adultos.