Mi padre cantaba, religiosamente, todos los años, ‘De las doce palabritas’ e íbamos, pacientemente, acordándonos de los doce apóstoles, las once mil vírgenes, los diez mandamientos, los nueve meses, los ocho coros, los siete gozos, las seis candelas, las cinco llagas, los cuatro evangelistas, las tres marías; las dos tablas de Moisés, donde Cristo, nuestro bien, puso los pies; la una, que parió en Belén la Virgen Pura. Mis tíos y mis primos están cantándolo ahora mismo mientras leen esto. También se cantaba aquello de madroños al niño no les demos más, que con los madroños se pué emborrachar y que a la una y a las dos de la mañana estaba San Cristóbal en medio del mar y el de ciego dame una naranja, que este niño tiene sed y que en los campos de la Extremaúra los campanilleros por la madrugá y salmirandillo arandandillo salmirandillo arandandán.

Y luego mi hermano Nacho, que canta como Dios pero solo cuando se ha tomado tres whiskies, se arrancaba con el ‘Silent Night’, en inglés y yo con ‘El tamborilero’, con mi prima Patricia y su padre Juan tocando la guitarra mientras el otro de sus hijos, David, cogía cualquier cosa (literalmente, cualquier cosa) y se improvisaba una batería y mi prima Melele pedía el ‘Adeste Fideles’ (la primera vez que escuché el ‘Adeste Fideles’ fue cantado por ella) y luego ya nos poníamos revolucionarios, en todos los sentidos, y Mylla le echaba toda la pasión al ‘Ojalá que te vaya bonito’; mi tío Javier emulaba a José Larralde y todos, todos, gritábamos el ‘Bella Ciao’. 

Tardé más de una década en saber quiénes eran los partisanos.

Pero, sobre todo, cantábamos ‘Llega la Navidad’ con sabor de mazapán, de turrón, de mieles y de pan. Si no la conocen, que lo dudo (al menos los de mi generación), es de Miliki y la ponían en la tele todos los años. Cuando solo había una tele y muchos dibujos animados en los que hasta nos contaban la historia de Vlad el Empalador. Algo debió de quedarse en mí la primera vez que vi a personas muertas en picas porque, desde entonces, Vlad y Drácula son dos de los personajes que más me fascinan. Una escena parecida está dibujada en el reverso de una postal que mi mejor amigo me mandó desde el castillo de Vlad, en Bran, Transilvania. Algún día iré a Transilvania.

Ahora mi padre y mi mejor amigo no están desde hace un lustro, pero a los dos les encantaba la Navidad, así que me pongo villancicos, canto donde sea ‘De las doce palabritas’ dichas y retorneadas dime la una y luego las dos y las tres y lo acabo, papá, lo acabo y echo de menos las reuniones multitudinarias de la infancia, los colchones tirados en el suelo y la llegada de Papá Noel. 

Cuando crecemos, las Navidades pasan a ser motivo de nostalgia, de tristeza infinita, de recuerdos y, a veces, de amargura: depende de lo que te las hayan jodido. Yo, que escucho villancicos hasta en junio y que he vivido Navidades de mierda (muchas), llevo como una bandera pequeñita que me siga gustando esta época, que me parece, como decía Dickens, la única del año en que parecemos, verdaderamente, compañeros de viaje hacia la tumba y no una suerte de extraños con rumbo a otros destinos.

Me gustan sus ritos: el concierto de año nuevo en Viena, que dirige Barenboim este año, el de la Orquesta de Extremadura con sus palmadas en la ‘Marcha Radetzky’, el pensar algo rico para comer en Nochebuena y Navidad (aunque luego acabes comiendo cualquier cosa, como me pasa a mí muchos años), quedar con los amigos, ponerme este año el triple disco navideño que ha sacado Jamie Cullum y cantar el ‘Shake up Christmas de Train’ hasta quedarme ronca y me encanta que vuelvan los ballets de ‘El lago de los cisnes’, ‘La bella durmiente’ y ‘El cascanueces’ (que siempre ha sido el cuento de referencia de mis hermanos y mío, desde que se lo regalaron a mi hermano Antonio unas Navidades). Adoro los polvorones con ajonjolí y el turrón blando y el duro y las peladillas y los roscos de vino y el roscón de Reyes. Todos los años me digo que haré uno: nunca lo hago. Como el tiramisú que iba a llevar siempre a casa de mi padre. Como el ‘Hamlet’ que tengo que ver con mi hermano. Como ‘Los 400 golpes’, Ángel Briz.

Y escucho las mil versiones que hay de ‘The little drummer boy’, sin decidirme nunca por mi favorita.

No hablo de que parece que somos solidarios solo en estas fechas porque, miren, la mayoría de la gente es decente. Los no decentes, los que discriminan a las personas por sus identidades o por sus orientaciones sexuales o por su religión o por sus ideas políticas, etnia, edad, cuenta corriente o aspecto físico son los menos, o eso quiero creer. Los demás intentamos sobrevivir al capitalismo como podemos, tener al lado a personas con las que estés en casa, leer lo máximo posible, ver las mejores películas que podemos, tener alguna afición, dar dinero a asociaciones y participar en ellas si podemos y crear redes, también en internet, esa selva en la que, no obstante, hay claros con agua fresca y sol y verde. 

Quizá sea el espíritu de la Navidad. Ojalá les llegue a ustedes lo mejor posible. 

Feliz Nochebuena. 

la perla

La programación teatral de estas fechas está dedicada a los pequeños. En Puebla de la Calzada hacen un Festival que se llama Theatre-ves?, de teatro infantil y familiar en el que podrán ver este domingo ‘Nuestros momentos mágicos’, en la Casa de la Cultura, a las siete de la tarde. Además, en el López de Ayala, a las doce de la mañana (¿alguien dice ‘a las doce del mediodía’ en esta Extremadura nuestra?) podrán ver ‘El gran traje’. Las invitaciones ya se han agotado, así que quienes las hayan conseguido podrán ver a una niña que vive en un inmenso traje con su familia, con bolsillos tan grandes como habitaciones. También llega ‘El lago de los cisnes’ a Mérida el domingo, al Palacio de Congresos, a las seis de la tarde. Cuídense y disfruten de la cultura.