Es lunes 31 de marzo. En el azul débil del cielo que amanece, después de una fría noche, saciada de estrellas, solo una nubecilla alargada, delgada, rosácea, tiene una gracia inefable sobre el conjunto de las murallas, los edificios viejos y las torres de la ciudad monumental de Cáceres. Las negras manecillas en el rostro blanco del reloj del ayuntamiento señalan las ocho y cinco minutos. Ya se han echado a volar las diligentes golondrinas, aunque premiosas y silenciosas; pero los pasos de los que a esa hora están levantados resuenan con claridad rotunda bajo los soportales de la Plaza Mayor. En alguna parte del barrio antiguo, tintinea alegremente una campana.

Agustín está detenido en una esquina, y se siente como un idiota mirando hacia el reloj, hacia el tímido clarear del cielo y hacia los cuatro desgraciados que deambulan tan temprano. Aún duermen las tiendas tras sus rejas y las sombras se dispersan lentamente a medida que el sol asciende. El fantasmal encanto de los callejones se va perdiendo y, tan pronto allá, como más acá, se van sucediendo estridentes y metálicos ruidos de cerrojos, cadenas, llaves, persianas… La ciudad se despierta y se sacude el frío que la impregna.

En el reloj las manecillas señalan ya las ocho y media. Agustín se impacienta, camina bajo los soportales para entrar en calor y no deja de lanzar ojeadas en todas direcciones para ver si por fin acaba de llegar la persona a la que está esperando; la cual le ha citado allí, a esa temprana hora, sin explicarle con qué motivo. Por eso, al ver que se retrasa tanto, saca el teléfono móvil del bolsillo y marca su número para pedirle explicaciones. Pero, para mayor contrariedad, recibe como respuesta la mecánica voz femenina que le anuncia que «el teléfono al que llama se encuentra apagado o fuera de cobertura en este momento». Está entonces a punto de tomar la decisión de irse, pero una mezcla de curiosidad, incertidumbre y condescendencia hace que finalmente opte por ejercitar la paciencia.

Un paseo a paso rápido por la calle Pintores le lleva hasta la Plaza de San Juan. En su deambular nervioso, casi choca con la espalda de la estatua de Leoncia. Agustín la rodea y se vuelve para mirarla. Ella parece interpelarle, broncínea y sonriente, pero viva, mostrándole el Extremadura. Cerca hay un quiosco de prensa. Se acerca y compra el periódico con un gesto casi mecánico. Se sienta en un banco bajo la amable sombra de un árbol, y lo abre.

Hay un titular que llama su atención: «Cáceres supera todas las expectativas en los seis primeros meses como Capital Española de la Gastronomía, ya que el número de visitantes ha subido un 27 por ciento respecto al mismo periodo del año pasado y la repercusión publicitaria en los medios de comunicación se valora en más de 6,5 millones de euros». Es una buena noticia. Agustín piensa que la ciudad se lo merece. Le invade una súbita sensación de placer y consigue por fin calmarse. La lectura le evade, le conforta y le devuelve a un estado de sencilla esperanza. La hermosa ciudad parece abrazarle y envolverle familiarmente, con sus ruidos, con sus aromas y con el tránsito tranquilo de los viandantes. La amena luz de la mañana crece.

Cuando pasa media hora de las nueve, siente unos golpecitos en el hombro y una voz le llama a la espalda:

—Agustín, buenos días.

Él se vuelve y ve a Marga a unos pasos, que viene hacia él, envuelta en un chaquetón color naranja estridente que aporta a su presencia una visibilidad exagerada, máxime bañada por el temprano sol.

—¡Marga, por el amor de Dios! —protesta Agustín—. ¡¿No quedamos a las ocho?! ¡Llevo aquí esperándote más de una hora y media!

Ella se queda parada un instante, mirándole con expresión confundida. Luego mira su reloj, se encoge de hombros y alza la voz diciendo:

—¡Agustín, son las ocho y cinco!

—¡Que te crees tú eso! ¡Mira el reloj del Ayuntamiento!

Ella fija sus ojos muy abiertos donde él le indica; hace un mohín de extrañeza y luego, con una sonrisa bobalicona, exclama:

—¡Ahí va! ¡Las nueve y media!

—Claro, claro, las nueve y media —refunfuña Agustín, apuntando hacia su reloj con el dedo—. ¡Llevo aquí más de una hora y media! ¡Ya me iba a casa!

Marga le mira, se echa a reír y dice divertida:

—¡Ya está! Ya sé lo que me ha pasado: otra vez el cambio de horario…

—¡Sí, eso es, el cambio de horario! ¡Claro, Marga, el puto cambio de horario! ¿No sabes que hoy es lunes 31 y que el domingo había que retrasar una hora el reloj?

—Sí, sí que lo sabía —ríe ella, mirando su reloj—. Pero como yo no lo cambio, resulta que para mí eran las ocho… ¡Qué tonta! Debí pensar que las ocho tuyas eran mis siete… Pero se me olvidó… Me pasa siempre al principio, los días siguientes del cambio, pero luego…

—¡Me cago en… ! ¡Marga, por favor!

—No se hable más —dice ella nerviosa, mirándole de hito en hito—. Y no te enfades. Eso es una minucia en comparación con lo que tengo que decirte… ¿Vamos a tomar un café?

Agustín resopla y hace visible su contrariedad. Pero al instante afloja su actitud y asiente:

—Anda, vamos a tomar un café.

Allí mismo, en la Plaza Mayor, está la cafetería del restaurante El Pato. Entran y van a situarse en un extremo de la barra, inundada por la luz que entra a raudales por una cristalera.

—Bueno —dice Agustín mirándola de reojo—. A ver qué es eso tan importante que tienes que decirme a estas horas de la mañana.

Marga hace como si no le hubiera oído y pide los cafés.

Él sacude la cabeza con ademán de reproche y mira hacia la calle a través de la cristalera, refugiándose en el silencio.

—¿No quieres un dulce? —le pregunta ella.

—No, sólo café.

—Pues yo me tomaré una magdalena.

Mientras saborea su dulce, Marga medita, con el pecho agitado de sentimientos. Él sigue mirándola de reojo de vez en cuando, impaciente y malhumorado, diciéndose para sus adentros: «A ver con qué enredo me viene ahora esta fantasiosa».

De repente, ella se vuelve y se le queda mirando, leyendo la duda en su rostro. Se echa a reír en voz alta y luego dice:

—¡Anima esa cara, hombre!

—Coño, Marga, me estás agobiando… ¡Habla de una vez, mujer!

Entonces ella, dulcificando cuanto puede el tono de su voz, le dice sin ambages:

—Tú sigues furioso por todo lo que te ha pasado en estos dos años, Agustín. No se puede vivir así, con esa mala leche y siempre a la defensiva.

Él guarda silencio, como cogido por sorpresa; luego dice:

—Coño, Marga, no me censures… ¿Y te parece poco lo que me ha pasado? Tú lo sabes bien: en nada de tiempo me he quedado sin mujer, sin hijas, sin casa, sin trabajo, sin un euro… ¿Sabes que ya no vivo en Cáceres?

—Sí, lo sé; sé que te has ido al pueblo con tus padres.

—¿Y qué iba a hacer sino? ¿Qué hago aquí? Al menos allí tengo a mis padres, a mis hermanas y mis cuñados. Pero aquí… Me apena decírtelo con toda franqueza: estoy hecho una mierda… ¿Y sabes lo que hago en el pueblo? Pescar, Marga, pescar; eso es lo único que hago… Y ahora, en este tiempo, ir al campo a coger espárragos. Y ver cómo se pasa la vida… ¿Qué te parece? Esa es mi vida; mi puta vida…

Ella clava en él una mirada compasiva y, en tono sincero, contesta:

—Te comprendo, Agustín. Y lo siento mucho. Créeme si te digo que lo siento.

Él guarda silencio, compungido; luego dice:

—A nadie le gusta tener que ser compadecido…

Y tras otro instante de silencio, continúa:

—¿Crees que no me gustaría tener todo el trabajo que tenía hace ocho años? Pero ya sabes: para esta profesión mía las cosas no son fáciles después de la crisis. Ahí tienes a los arquitectos: ¡parados! Ahí está la construcción: ¡igual! Y nosotros, los aparejadores, esperando cada día a ver si nos cae algo…

—¿No encuentras nada? ¿En todo este tiempo no te ha salido ningún trabajo?

—Cosillas sueltas; muy poca cosa… Apenas para ir tirando, para pagar el coche, la gasolina, algunos gastillos… Pero ya sabes que tengo que pasar encima la pensión de alimentos y los gastos de la pequeña… ¡Y para colmo sin despacho! Si por lo menos tuviera mi estudio donde poder trabajar. Pero… ¿quién puede pagar un alquiler como está todo?

Marga le escucha atentamente. Y Agustín, que se ve impedido a desahogarse, añade:

—La vida ha sido injusta conmigo… ¡Qué jodida vida!

Deseosa de consolarlo, ella le dice riendo:

—¡Anímate, hombre! Ya verás cómo todo se arreglará.

—Sí, se alegrará —repone él, alzando los hombros desdeñoso— ¡A ver cómo! ¡Me cago en…!

Marga hace un gesto del que Agustín deduce que quiere dar por terminado ese tema de conversación; a la vez que saca el monedero para pagar la cuenta.

—¡Eh, pago yo! —protesta él—. Una cosa es que esté pobre y otra el orgullo.

—Muy bien, paga tú —dice ella sonriente—. Y vámonos por ahí a dar un paseo. ¿Te parece bien por la parte antigua de la ciudad?

***********

Aquel día último de marzo resultó cálido y diáfano… Uno de esos días de primavera que, en Extremadura, son una bendición. Hay una quietud especial en el barrio viejo, la quietud del cielo intensamente azul, y la oblicua luz que cae otorgando vivacidad intensa y significativa al verde de las enredaderas y madreselvas que se descuelgan desde los terrosos paredones. Cada edificio es desigual en sí mismo: piedra por piedra, ladrillo por ladrillo, ventana por ventana…; y desigual con respecto a los demás: caserón por caserón, palacio por palacio, iglesia por iglesia… Pasear por allí, ora cuesta arriba ora cuesta abajo, en la umbría o a pleno sol, tiene un encanto y un misterio que en pocas otras partes puede hallarse.

Pero ni siquiera toda aquella belleza avejentada, evocadora, ni toda aquella luz, podían avivar algo la mirada derrotada, afligida de Agustín. En cambio, a Marga parece que la hierve la sangre. Camina con pasitos cortos, luchando contra sus tacones, que a su vez luchan con la irregularidad del firme pedregoso, con las escalinatas, con los musgos resbalosos… Y mientras sus ojos bailan de pura felicidad, contemplando las cigüeñas, las bandadas de palomas, los vencejos, los aleros de los añosos tejados, los torreones...

—¡Ah, cómo me puede gustar tanto este lugar! —suspira, con aire soñador—. ¡Me encanta!

Agustín le echa entonces una mirada funesta y le insta:

—Marga, por favor, ¿qué es eso que tenías que decirme?

—Un momento, sólo un momento más… Ya estamos llegando.

Caminan cuesta arriba, por un callejón estrecho sembrado de escalones desiguales. Huele a humedades, a frías interioridades de vacías y viejas casas; pero, a la vez, a tempranas flores amarillas que crecen en los abandonados y selváticos corralones.

—Aquí —dice ella, cuando llegan a una plaza no demasiado grande, toda inundada de luz—. Sentémonos aquí, tranquilamente, Agustín.

Van a sentarse en un poyete de granito, caldeado por el sol, como la pared donde apoyan la espalda. Allí Marga resopla mientras se quita el vistoso abrigo naranja, exclamando:

—¡Uf! ¡Qué calorcito! ¡Qué bien se está aquí!, ¿verdad?

Bajo el abrigo lucía un vestido sencillo de color también naranja, pero menos exagerado, de corte nítido, con cuello blanco… No puede evitar sentarse con coquetería y mirarse las medias para comprobar que permanecen sin desperfecto; y al ver un casi insignificante desgarro en la pantorrilla, se lleva el dedo índice a los labios y lo moja con la punta de la lengua, para luego aplicarlo como remedio.

—¡Marga, coño! —protesta sulfurado Agustín—. ¿Vas hablar o no? A la una a lo más tardar tengo que coger el coche para regresar al pueblo…

—¡Ay, a la una! —exclama ella, mirando su reloj— ¡Sí son poco más de la diez!

—¡Poco más de las once, Marga! ¡Tiene huevos la cosa!

Ella luce una piel clara, fina como el papel, lisa; una tez bien cuidada.. Y unas facciones delicadas y armoniosas; los ojos brillantes, bondadosos; la expresión unas veces alerta y otras despistada. De repente, pone su intensa mirada en Agustín y le pregunta:

—¿Tú sabes por qué me hice abogada mediadora?

—No, no lo sé —responde él con exasperación—. ¿Por qué te hiciste abogada mediadora?

—Pues la verdad es que tampoco yo sé muy bien por qué. Y mira que lo pienso; porque lo pienso mucho… Sobre todo, últimamente.

—Pues si no lo sabes tú… ¡Qué rara eres, Marga!

—Bueno, Agustín, digamos que lo sé y no lo sé. ¿No te pasa a ti eso con algunas cosas en la vida?

Él suspira y contesta:

—Te lo ruego, Marga, no empecemos con misterios… Al grano, hija, al grano. ¿Qué es lo que tienes que decirme?

Ella aprieta los labios carmesí y luego, como si no hubiese oído esa respuesta, dice con ojos soñadores:

—Ayer fue uno de los días más felices de mi vida…

—¿Y eso? ¿Qué te pasó ayer?

—Para los abogados ganar un pleito es una gran satisfacción. Te alegras por ti, claro, pero también por el cliente… Me da mucha pena que la gente piense que los abogados buscamos solamente el dinero… Hoy día todo está bajo sospecha. Pero tú no sabes la felicidad que se siente cuando todo tu esfuerzo, tus razonamientos, tus idas y venidas dan su fruto… ¡Es maravilloso! Yo he ganado muchos pleitos en mi vida como abogada y también, como es natural, he perdido muchos... Pero te digo, siendo completamente sincera, con todo mi corazón, que cuando más feliz he sido es en los casos en los que he visto con claridad que quien ganaba era la justicia, el bien, la verdad… Cuando he sido capaz de que al menos a alguien se le arreglen un poco las cosas; esas cosas que se trastocan y que ya parece que no tienen remedio…

Agustín la mira con una luz nueva en sus ojos afligidos. Calla, la sigue mirando y acaba diciendo:

—Marga, tú eres una buena persona; y debes de saberlo. ¡Qué pocas personas hay como tú! Si hubiera más… ¡Ah, si hubiera más! Pero eres un tanto ingenua; también debes saberlo…

—¡Claro! Yo también tengo mis cosas, no creas…

—Bueno, ¿quién no tiene sus cosas? Pero tú eres una buena persona…

De repente, Marga baja la cabeza para ocultar sus ojos llenos de lágrimas:

—No sé si lo soy; pero hoy me siento muy feliz; de verdad, muy, muy feliz… Y muy agradecida…

Él estira el cuello, preguntándole:

—¿Por qué?

Ella le mira, se enjuga las lágrimas, ensancha su pecho y responde:

—Siempre te estaré agradecida porque me diste la oportunidad de mediar en tu pleito con Mavi.

Él se echa a reír, aunque con un asomo lastimoso en el semblante.

—¿Y qué podía hacer sino? ¡Te empeñaste en mediar!

—Sí, me empeñé, es verdad. Me empeñé porque vi desde el principio que lo vuestro no era un caso de juzgado; que se trataba de otra cosa: era un caso perfecto para la mediación familiar. Era mi gran oportunidad; una posibilidad ideal para llevar a la práctica cuanto había aprendido en el curso que hice en Madrid… Pero, al mismo tiempo, era algo más… En cierto modo, era mi caso, mi propio caso… Porque, como te conté en su momento, cuando murió mi marido sentí un vacío enorme; como un hueco, como una frustración que nada podía aliviar… Y eso, que ya no tiene remedio, era no sólo por la ausencia física, por la pérdida…; era porque algo dentro de mí no dejaba de decirme que se pudo hacer algo más; que no habíamos sabido darnos una oportunidad, una última oportunidad; seguramente porque nadie nos hizo ver a ninguno de los dos que estábamos cegados por sentimientos, rencores, celos, rabia… ¡Estábamos ciegos! ¿Comprendes lo que te quiero decir, Agustín? Por eso me hice abogada mediadora; porque los juzgados, los jueces, los papeles… a veces no sirven para poner en orden algunas cosas de las personas… Se necesita algo más…

—Sí, sí que te comprendo, mujer. ¿Cómo no te voy a comprender? Eres tan buena persona que no soportas ver sufrir a la gente; por eso mismo, porque tú has sufrido mucho… Pero una cosa son los sentimientos, los deseos, la utopía… y otra muy diferente la realidad de la vida… Ya somos mayorcitos para saber que hay cosas que no tienen remedio…

Ella sonríe, menea la cabeza y, con una felicidad que no puede ocultar, exclama:

—¡Oh… sí, Agustín! Sí tienen remedio…

El la mira como preguntándole y a la vez con rostro escéptico. Y Marga, incapaz ya de contenerse, le dice:

—Conseguí al fin hablar con Mavi… ¡Hablé con ella, Agustín! Me escuchó, me escuchó muy amablemente… Estuvimos hablando y hablando… Hemos hablado durante días. Con Mavi se puede hablar…

Agustín se remueve, su cara se ruboriza. Está colérico, a pesar de que intenta aparentar naturalidad:

—¿Hablasteis…? ¿Y de qué hablasteis ella y tú?

—Lo siento, pero no te lo puedo decir todo… No te contaré el fondo de la conversación; no sería honesto, ni justo, ni profesional… Lo importante es que hablamos y…

—¿Y?

—Mavi ha aceptado la mediación —le anuncia ella en un tono que denota sin duda que cree realmente en lo que dice.

Y a pesar de ello, con cara de pasmo, Agustín le pregunta:

—¿Estás segura?

—¡Claro, Agustín! ¡Claro que sí! Pero eso no es todo… Además de aceptar la mediación, está de acuerdo en las reclamaciones principales de tu recurso: admite pasarte una compensación y está dispuesta a ver la posibilidad de que recuperes el estudio de aparejador en la casa. Si tú estás conforme en negociar los términos… Solo falta ya que hables con tu abogado y que retire el recurso ante el Supremo.

Él se queda en silencio durante un largo rato, como si todavía no acabara de creerse lo que acaba de oír. Pero luego su semblante se llena de indignación; los ojos le brillan hasta derramar lágrimas y dice con manifiesto enfado:

—No sé lo que habéis estado hablando Mavi y tú… Pero te lo advierto desde este mismo momento: no aceptaré limosnas… ¡Lo mío es de justicia!

Marga no oculta su asombro, y en un tono no exento de sequedad, replica:

—Muy bien, Agustín, pues dile a tu abogado que siga con el pleito; a ver lo que te da el Supremo…

Él levanta la mirada hacia el cielo, se muerde los labios, suspira hondamente, se queda en silencio… Y luego exclama con la voz rota:

—¡Dios! ¡Dios mío! ¡No me lo puedo creer!

—¿Lo ves, tonto? —sonríe Marga, revolviéndole cariñosamente el cabello de la nuca—. ¿No te das cuenta? ¡Es por justicia! Mavi lo hace por pura justicia; reconoce tu derecho, digan lo que digan los jueces; porque ella en el fondo no es tan mala persona como piensas.

Agustín se vuelve hacia ella con los ojos llenos de lágrimas, confundido, avergonzado… y pregunta:

—¿Qué me acabas de decir? ¡Qué me dices! ¿Que ella acepta…?

—Sí. Acepta tu reclamación. Pero eso no significa que quiera… En fin, eso no quiere decir que vaya a querer reconciliarse… Su vida va por otro camino. Y tú, Agustín, debes ir por el tuyo… Así están las cosas…

Él medita en silencio. Asiente con un leve movimiento de cabeza y dice:

—¡Oh, Marga, Marga…! No sé cómo lo has hecho… Pero… ¡Gracias! Perdóname, Marga, perdona a este estúpido gruñón… Gracias, gracias… Y no pienses… no pienses… ¿No pensarás que quiero vivir a costa de Mavi?

—¡Qué tontería! Es pura justicia… ¡Anda, dame un abrazo! —exclama ella. k

«PERO A TU LADO»

He muerto y he resucitado.

Con mis cenizas un árbol he plantado,

Su fruto ha dado

Y desde hoy algo ha empezado.

He roto todos mis poemas,

Los de tristezas y de penas,

Y lo he pensado

y hoy sin dudar vuelvo a tu lado.

Ayúdame y te habré ayudado,

Que hoy he soñado en otra vida,

En otro mundo, pero a tu lado…

Los Secretos