TUtn ejército de pequeños zombies, brujas, vampiros, esqueletos y fantasmas toman desde ayer las calles cacereñas ataviados con mochilas repletas de dulces y sonrisas. Algunos apenas alcanzan el metro de altura, y tanto sus vestimentas como el maquillaje de sus rostros lucen al comienzo del día impolutos, a sabiendas de que horas más tarde --quizás minutos--, éstos no serán sino sombras de lo que fueron al salir de sus casas. A su paso, dejan atrás un puesto de castañas asadas, cuya fragancia parece tomar la ciudad.

Disfraces elaborados en cadena, brillantes, baratos y de poco más de un uso, no sólo suplen a los serios uniformes escolares que de lunes a viernes portan los niños de hoy, sino también reemplazan a aquellos chándals de táctel que antaño nos servían como indumentaria a los chiquillos de entonces para festejar ese mismo día. Nosotros no gritábamos --truco o trato--, y en lugar de caramelos, llevábamos la mochila repleta de castañas, mandarinas, nueces, y bocatas.

Nos repartíamos los --deberes--: uno llevaba el radiocassette (importantísimo que tuviera pilas nuevas), otro los periódicos para hacer el fuego, otro la baraja de cartas, y siempre siempre había uno que se encargaba de llevar la lata agujereada para asar las castañas. La ladera de la montaña de Cáceres, la carretera de Malpartida o la del Casar, la Sierrilla, o el campo de algún familiar eran los lugares escogidos para comenzar con la celebración.

En las mismas zonas veíamos también a los --mayores--, adolescentes cuyas hormonas florecían al ritmo que estallaban nuestras castañas al fuego; ellos siempre llegaban y se iban más tarde, y aprovechaban el día festivo para socializar con chicos de las mismas edades que pertenecían a otros centros escolares. Entonces no existían los móviles, pocos sabían lo que era Internet, y nuestros --mayores-- (léase jóvenes de 16 a 20), se conocían en los --recreativos--, en bares como --Coto-- o --Taberna--, en la Madrila, o en los botellones de San Jorge y La Plaza Mayor (...)

El ejército de niños disfrazados que vemos en estos días, es diferente al que formábamos nosotros con su edad. Cáceres ha cambiado desde entonces, las costumbres también lo han hecho, e inevitablemente seguirá así. Lo que no cambiará es ese aroma a castaña asada que estos días envuelve nuestra ciudad, y que sin proponérselo nos transporta con nostalgia años atrás, cuando nosotros éramos esos soldaditos.