Emilio González tiene la sensibilidad del artista, esa mirada que va más allá de lo se ve a simple vista, con la capacidad de entrar en el alma de los objetos cotidianos que nos rodean. Uno de esos ‘objetos’ que Emilio encontraba cada día tenía vida, era un cedro de unos cincuenta años, que había observado discurrir la vida de Cáceres desde su ubicación junto al caballo de Hernán Cortés y que ahora intentaba sobrevivir en el parque del Príncipe. «Cada día, paseo o hago ejercicio allí y le vi, como un mástil de un barco», explica Emilio González. Para que no se cayera tras el trasplante, el cedro estaba sujeto por cuerdas y apuntalado. El artista se acercó y vio que alrededor del árbol «habían colocado unas piedrecitas, como cuidándolo, para que nadie entrara y lo estropeara», pero no le dio más importancia.

Tras las vacaciones, porque aquello ocurrió en julio de 2015, Emilio volvió al parque, pero el cedro ya no estaba. Había muerto a consecuencia del trasplante. En el espacio que ocupaba el árbol, quedaban «las piedras esparcidas», como rememora Emilio.

Con ese interés por reciclar de muchos artistas, las recogió por toda la zona, «entonces me di cuenta de que estaban escritas con palabras, nombres o símbolos», cuenta este hombre tranquilo y afable. Cada día, iba al parque y buscaba más piedras, «excarvaba y todo», hasta que consiguió reunir cuarenta y una. Además, había cinco más de mayores dimensiones.

Con todas las piedras recogidas, a Emilio se le ocurrió hacer una escultura que sirviera de homenaje al árbol que tantas veces le había visto pasear por Cáceres. Con un cartón duro simuló el tronco del cedro, al que fue incrustando una a una las cuarenta y una piedras recogidas del parque, «la verdad es que no ha sido fácil colocarlas, porque cada una tenía una forma diferente, tenía que ir con un taladro marcando los huecos y numerando las piedras, porque claro, luego tenía que colocarlas otra vez» y sin ese orden, la escultura podía convertirse también en un puzzle. Las cinco piedras más grandes sirven de base para la estructura, para fijarla y darle estabilidad.

Una vez colocadas todas las piedras, «he tenido que decorarlo», explica Emilio, «imitando el cedro, para que dé la sensación de que es un tronco». Sólo quedaba «coronar» la obra, en palabras del artista. Tras pensar en varias opciones, se decantó «por la más sencilla», la que tenía el cedro original, un nido de cigüeña en la copa y así resolvió la obra.

Emilio quería saber cómo los cacereños habían vivido la historia del traslado del árbol, así que hizo «un llamamiento y unas octavillas que repartí donde explicaba que quería fotografías [del cedro] para realizar la exposición». El resultado son 27 instantáneas que cuelgan estos días, hasta el 31 de enero, en la biblioteca pública Rodríguez Moñino y María Brey de Cáceres, a la que ha donado la escultura del cedro.

El nombre de la muestra es El árbol del silencio porque, como cuenta Emilio, «se murió silenciosamente y sin que nadie se enterara prácticamente».

El mutismo de su ida no significa que vaya a ser olvidado por muchos de los cacereños que admiraban su porte al cruzar por Primo de Rivera, que como dice Emilio, «mostraba el paso de las estaciones» gracias a las cigüeñas, que anunciaba la llegada de la primavera cuando ocupaban el nido y el fin del verano cuando marchaban.

Como homenaje, queda un tronco incrustado de piedras, con palabras anónimas, en la biblioteca de Cáceres.