Luis Miguel volvió a su trabajo a hacer la guardia en el laboratorio, esos trabajadores que ahora son los grandes gurús de la sociedad de hoy, junto a los matemáticos, que se dedican a hacer análisis de curvas que suben y bajan para tratar de explicar por qué la pandemia se extiende y en el fondo no dan ni una.

Al llegar, se puso la bata, los guantes, la mascarilla, un gorro. Estos empleados son los grandes privilegiados del sistema frente a aquellos que no tienen medidas de protección, ni siquiera un simple jabón para frotarse las manos, por ejemplo la madre de Luis Miguel, que trabaja de repartidora y se pregunta por qué en lugar de tanta policía en las calles de Cáceres no hay más inspectores de trabajo que vigilen si las empresas cumplen realmente el protocolo.

Se quedó Luis Miguel con un vacío muy grande cuando volvió a casa porque durante toda la jornada sus compañeros ponían verde al jefe, se lanzaban puñales, echaban en cara si este o el otro o el de la moto trabajaba menos que ellos, porque siempre, de toda la vida, en el laboratorio de Luis Miguel cada uno de ellos ha pensado que trabajaba más que todos los demás. Luis Miguel se dijo entonces que en estos momentos de coronavirus sale lo mejor de cada uno, pero también lo peor, porque es tiempo de mover sillones en el laboratorio, de poner zancadillas, de sacar la picaresca para evitar los cientos de dramas personales que conllevará esta situación inédita.

Lo mejor, y ay, lo peor.

Luis Miguel se asoma a su balcón encarcelado lleno de bombillas que se iluminan cada noche, donde la vecina del tercero ha colgado una flor de papel que huele a esperanza. Suena el 'Facciamo finta che', de Ombretta Colli, y una voz, la del periodista Carlos Alsina, susurra al ritmo de la melodía italiana que esto no es una guerra, como sostiene Pedro Sánchez, qué va, esto es una pandemia, una crisis sanitaria. Esto no es una batalla, qué va, es, como han dicho los alemanes, una prueba de humanidad.