La presencia de gitanos en pueblos y ciudades de Extremadura es un hecho que se sucede a partir del siglo XV, fecha en la que aparecen los primeros documentos escritos que nos hablan de los "egiptanos", pueblo de signo nómada originario de la India, que anteriormente se había expandido por los Balcanes y Asia Menor hasta llegar a Europa. Son un pueblo libre y errante que no quiso ser vasallo, en una sociedad donde las dependencias sociales eran los principios esenciales del régimen señorial.

Quizás esta negativa a integrarse, como súbditos sometidos a un orden establecido, es lo que desde su llegada a la Península los convierte en un pueblo maldito. Se les discrimina por no asimilarse y será esta diferencia la que les persiga durante siglos. Bien es cierto que contra ellos jamás enemigo pudo, desde la Inquisición que acusó a sus mujeres de brujería o la Santa Hermandad, que los persiguió por ladrones rurales hasta la Guardia Civil que nunca logró doblegarlos. Siempre fue un pueblo correoso ante las persecuciones, orgulloso de un pasado que amparan en sus leyes personales.

Una de las muchas tentativas de eliminación se produce con la llegada de los Borbones. Desde la Pragmática de 1717 se obliga a los gitanos a residir en lugares establecidos de los que no podían desplazarse sin autorización de las justicias locales. Ante la poca efectividad de la ley, se promulga otra en 1726 que ratifica la anterior, añadiendo una serie de prohibiciones que pretenden terminar con la presencia de los gitanos en los caminos. Entre las 35 ciudades que se establecen en España para vecindad de los gitanos hay tres extremeñas: Plasencia, Trujillo y Cáceres. Esta disposición hace que sean muchas las familias que se avecinan en Cáceres, procedentes de Almendral, Llerena, Almendralejo, Badajoz o Barcarrota. Llegan familias que aportan nuevos apellidos: Vargas, Heredia, Montaño, Malla, Salazar, Cadenas y otros que son esquiladores, latoneros o chalanes y siempre artistas, cantaores y bailaores, desde la Niña de los Peines a Camarón.