El nacimiento del asociacionismo obrero camina íntimamente unido a la situación de abandono que han padecido las clases populares por parte de unos poderes públicos ajenos a las situaciones de injusticia y pobreza en que vivían los más humildes. Las leyes, de protección a parados o enfermos, no aparecen hasta muy tarde, cuando ya hacía tiempo que la desamortización decimonónica había desmantelado el caduco sistema de caridad religiosa. Esta falta de protección genera que aparezcan asociaciones de carácter mutualista y solidario que pretenden auxiliar a sus miembros en caso de enfermedad, fallecimiento o incultura.

Aunque la creación de las Asociaciones de Socorros Mutuos se autoriza ya en 1839, habrá que esperar todavía algunas décadas para que el asociacionismo obrero sea una realidad. El 18 de Noviembre de 1891 eran aprobados por el gobierno civil de Cáceres los estatutos de la Asociación de Socorros Mutuos de la ciudad. Como objetivo principal se establecía prestar auxilios pecuniarios a los que siendo asociados enfermaran temporalmente. Otro de sus retos era proporcionar, para lutos y entierros, una suma de dinero a las viudas o hijos menores de los socios fallecidos. Su creación se debió a la iniciativa de un placentino afincado en Cáceres, Dionisio Viniegra, hombre de fuertes convicciones religiosas que compartió su actividad asociativa con la presidencia de Acción Católica y con su militancia en la Asociación de Obreros Católicos.

Los Socorros Mutuos de Cáceres son recordados, principalmente, por haber desarrollado una política de viviendas para sus miembros, que dieron como fruto la urbanización de uno de los tradicionales escollos topográficos que detenían la ampliación urbanística de la ciudad, la Peña Redonda. En terrenos cedidos por el Ayuntamiento se inician las gestiones en 1910 y ante los problemas de financiación se vuelven a retomar en 1912, una vez que se ha publicado la ley de junio de 1911 que faculta a los ayuntamientos a ceder gratuitamente terrenos para la construcción de Casas Baratas.

Habría que esperar hasta agosto de 1917 para que se entregaran, por sorteo, las dos primeras viviendas construidas en Peña Redonda. Casas de cuatro habitaciones con cocina, patio y retrete, que, por 10 pesetas al mes, podían ser adquiridas por aquellos que vivían de un jornal, algo inédito en la vida de la clase obrera de la ciudad que, tradicionalmente, se hacinaba en el caserío destartalado e inmundo del arrabal extramuros, a merced de la caridad y la desventura. Se iniciaba un arduo y dilatado camino a favor de viviendas dignas para los más desfavorecidos.