Contemplo desde la ventana del piso donde vivo el bonsái que llevé conmigo cuando me mudé. Digo correctamente «contemplo» porque eso es exactamente lo que hago: mirarlo a través del cristal, sin juicio, tan solo observando atentamente cada una de sus partes: sus aéreas raíces, su delicado tronco, fino como un dedo y que hubiera podido ser un tronco poderoso difícil de abrazar; sus hojas, algunas viejas, como almas viejas, y suspiros que comienzan a emerger de sus más extremas partes, como pidiendo permiso para existir. Permanece inmóvil, en apariencia, anclado a su maceta de cerámica, pesada, vítrea, como una pieza cuarteada sacada de la misma Pompeya, conteniendo la tierra húmeda y vital que lo sostiene y lo alimenta. Debería ser un ser enorme y sin embargo no mide mucho más de 40 centímetros, y ahora ya no podrá crecer. Se mantendrá confinado en su receptáculo, vivo y bello por muchos años, pero ya no podrá crecer. Continuará hundiendo sus raíces en la valiosa tierra y continuará dando hojas verdes que, a su vez, alimentarán mis pupilas cada ocasión en que lo contemple. Y sigo pensando que no podrá ya crecer. Bello y pequeño. Nosotros podemos elegir ser personas bellas, aunque pequeñas, o, por el contrario, proponernos crecer. Si evolucionamos, si crecemos, nuestra sombra amparará a un mayor número de criaturas, nuestras hojas alimentarán muchos más corazones amigos y nuestras raíces, hundidas en la sociedad, cohesionarán con mayor eficacia la tierra que nos da de comer y las personas que nos hacen de amigos y compañeros. Mi bonsái, que, en apariencia, permanece inmóvil, aunque continúa su desarrollo a su nivel, ya no puede crecer. Tú sí.