No quería dejar sin comentar la bella columna del sábado día 25 de abril Morir en lo oscuro, firmada por Fernando Valbuena en su periódico. Cuando yo era bien pequeño mi padre me llevaba a la vieja plaza de toros de Jerez de los Caballeros, mi pueblo, una de las más antiguas de España. En mis indagaciones sobre la historia popular, esa fiesta, nuestra más arraigada fiesta, estaba vinculada a todas las demás celebraciones, ya que era la guinda de romerías, ferias, disantos y otros saraos. Los toros, "ir a los toros" era un remate postinero. Mi abuelo Feliciano, de tanta importancia en mi modesta biografía, me contaba que algunos vecinos, en esas celebraciones taurinas, llegaban a vender el colchón de lana, para comprarse una entrada. El obituario sobre la fiesta que nos trae Valbuena alegrará mucho a los catalanes, no porque les importen los festejos, sino porque muchos de esos españoles, odian todo lo español ¡No saben lo que se pierden! Porque la historia de España, su arte, su lenguaje, su discurrir, ha estado en el meollo de la entraña popular, no es poca cosa que se conozca a nuestro país como la piel de toro.

En esos primeros encuentros míos con lo taurino, recuerdo que las plazas, al menos la jerezana, abarrotabalos tendidos. Los asientos estaban instalados entre las piernas del de detrás, de tal manera que ardían las tardes de sol por tanta concurrencia y porque el ardor de los aficionados en la proximidad, como los virus, contagiaba. Si como anuncia Valbuena la fiesta se nos muere porque no hay quien sostenga una ganadería con animales que viven como reyes en las dehesas, mucho de lo que tantos ignoran, desaparecerá. Morir en el albero redondo es un honor, hacerlo en el cuadrilátero sanguinolento de un matadero, es una felonía con tan bello animal. De ser así las cosas, nadie dentro de unos años sabrá qué es un castoreño, o un monosabio, o recular en tablas, o el acoso y derribo o apretarse los machos... Pasarán a ser expresiones moribundas y un día el diccionario las dará de baja.

Hace años publiqué un artículo dedicado a Ava Gardner, aquel animal tan bello que conoció las noches de España y supo cómo era un tablao donde las castañuelas se enroscaban en las cornamentas de las cabezas embalsamadas. Ella, junto a Mario Cabré, con sus zapatos de agujas y él con su sombrero cordobés, hicieron que los tendidos de Las Ventas estuvieran presentes en el papel cuché de las revistas estadounidenses. En otros momentos la pasión celtibérica se hacía carne en la candidata al Óscar por Mogambo; fue aquel idilio con Luis Miguel Dominguín. La envidia, tan española como los toros, iba saltando de bar en bar y de los clubes taurinos a peñas amparadas por el nombre del mexicano Carlos Arruza.

Como el mundo corre tanto, es importante que estos columnistas nuestros, contemporáneos de letras y hermanados por la buena literatura, saquen a relucir la España de otro tiempo, cuando seguíamos siendo, a pesar del aislamiento internacional, un lugar donde el sol brillaba de otra manera por la esbeltez de algunas visitantes que, asombradas ya en diversos mundo, veían por aquí otro modo de ser y de hacer, cuando todavía las televisiones no estaban amparadas por los satélites y se conservaban el casticismo de los pueblos, ya que la caja tonta no había planchado la ingenuidad. Tal era así la realidad que personas muy viajadas como Ernest Hemingway comprendieron la celebración de esa singular e insólita tragedia, que apasionaba a los espectadores como una obra de Eurípides. Hay que comprender que el pasmo emergiera entre los extranjeros en las soleadas tardes de peligro, cuando unos señores vestidos con trajes casi femeninos, sólo se defendían de los pitones armados y empujados por quinientos kilos, con un trapo de color. Resultaba insólito comprobar el mestizarse del peligro con la más increíble estampa artística.

Además de elogiar la precisión estilística del columnista Valbuena, uno se alegra de que unos pocos escritores se acerquen a ciertos temas ahora marginados de lo cotidiano, porque tienen el valor de escribir sobre aquello que en nuestros días no parece políticamente correcto.

Feliciano Correa. Badajoz