La primera vez que te vi, llevaba la ilusión por estrenar metida en la mochila ligera de las vidas breves. El viento y la existencia aún no me habían despeinado. La risa todavía no me había surcado de arrugas las mejillas, ni el dolor me había templado la mirada.

Lo mío fue amor a primera vista. Lo tuyo seguramente interés, pero qué más da. Tú no tienes que amar. Tú eres una diosa. Tú estás hecha para se te admire. Para hacer volver.

Y a ti he vuelto una y otra vez con acrecentado amor y con más años a mis espaldas, a rogarte que me dejes soñar con el color de tus ventanas. Que me dejes asomarme a tus tejados como una vieja gata, para aspirar desde allí el aroma imposible a café, sal, y flores, de tus plazas. Para bajar a mecerme en los tranvías que no se llamarán deseo, pero que lo irradian para mí. Para ser feliz con tu melancolía. Para ser melancólica con tu belleza.

Ahora, en los telediarios, eres puertas sin suspiros, calles fechadas, plazas desiertas y hospitales desbordados.

Y siento que la saudade se me transforma en un dolor sucio y mojado.

Y quisiera poder devolverte la felicidad que me dejaste paladear bajo tu cielo.

Y escucharte.

Y consolarte.

Y volver.

Siempre.