Pienso, luego existo». Qué sencillez. Incongruente con la vida misma, pero aceptado como principal motor de nuestra existencia. Y eso que ahora pensamos mucho más que antes. Salir de casa se ha convertido en una odisea. ¿Llaves? Sí. ¿Cartera? Sí. ¿Móvil? Sí. La rutina de todos. Pero, no salgas todavía, sigue pasando lista. ¿Mascarilla? Sí. ¿Gel hidroalcohólico? Sí. ¡Adelante! Ya puedes salir.

Salir a la calle para entrar en el tumulto de las miradas perdidas, de las sonrisas escondidas y de las conversaciones imposibles separadas por la inmensidad de dos metros en los que se perdería hasta el norte. Adiós al reconocimiento facial del móvil con el nuevo complemento de moda y bienvenido sea el nuevo álbum fotográfico: «Mis ojos de vacaciones». Y volver a casa ahogándote -y no por la mascarilla- entre las irresponsabilidades de tantísima gente. Ignorar que para ir a comprar has esquivado una manifestación centenaria que cumplía los mismos protocolos que las probabilidades tiene el Valencia CF de ganar la próxima liga -es decir, ninguna- e irte a dormir con la amalgama de sentimientos que produce la incertidumbre de esta nueva monotonía.

Veo todo un poco más complicado que el antiguo pensamiento cartesiano pero, sin duda, yo pienso, me pongo la mascarilla, respeto los protocolos y, luego, existo. No se trata de nuestra utopía soñada, pero no salgas sin decir sí a todo.