Viajar es llegar. Buscar un asiento en el parque de la ciudad y sentarse viendo pasar quién pasa. Viajar es atrapar la mirada en cada movimiento que despierta nuestra atención. Son las mujeres bellas que pasan por nosotros y nos llevan en nuestro deseo.

Incluso cuando se repiten en la belleza unilateral de los dictados de la moda las mujeres son bellas. Deseamos volver a ser nuevos como si el retroceder en el tiempo nos permitiría calmar el deseo que la vida espaciara.

En mis viajes cada vez me gusta menos de fotografiar y hasta de escribir.

En los días de la instantánea en la que el teléfono móvil y la cámara fotográfica mide la mirada. En la omnipresencia de la necesidad de compartir en cualquier red social. Sólo me queda la mirada que se va nublando con el tiempo. Estoy en España recorriendo el mismo territorio y mirando el mismo cielo que ciudadanos y ciudadanas romanas, esclavos, moros y otras muchas gentes recorrieron y miraron antes de mí.

Mérida es una ciudad de belleza impar, llena de pequeños detalles que nos despiertan los sentidos. Me gusta España ... Me gusta su gente. De su (s) lengua (s) ... De encontrar las igualdades y descubrir las pequeñas diferencias que enriquecen quienes somos.

Como fotografiar la plaza llena, el ruido casi ensordecedor de las voces, el calor suave de los calentadores de los bares y cafés, las luces de Navidad iluminando la luz de la luna, el frío que nos corta la piel, los niños y los jóvenes que desfilan en bandas de género, el teléfono móvil omnipresente, los niños que juegan a la pelota sin que nadie los incomoda y sin molestar a nadie. O el padre preocupado que llama a la razón a la hija que ya debería haber llegado a casa. Apetece un vaso y unas tapas. Apetece cenar. Y sobre todo apetece vivir.