Empieza septiembre y la vida vuelve a su normalidad. Y bendita normalidad viendo cómo está el mundo. Pero en el pueblo las cosas se ven como siempre. Los niños vuelven al cole y septiembre huele a membrillo y en el parque corre el aire y no hay nadie salvo las voces de mis nietos que se divierten en el columpio.

En el parque del pueblo, el tiempo no cuenta y la actualidad es presente y pasado. Está sólo el viento, la tarde, la soledad con ladridos y mugidos que el aire lleva y trae, y mis nietos juegan y salvo este hecho de aquí la vida parece que ha dado un salto atrás, pues en este paisaje, de siempre, a las afueras del pueblo, por donde no pasan coches, la vida parece detenida y el pasado se recupera sin que uno se lo proponga y es un pasado que se hace presente en esta tarde de verano tamizado ya de tristeza y de hojas de otoño sin ser otoño aún. Y es una tarde gris con balidos y pájaros oscuros que llevan una nostalgia en sus alas inquietas y rápidas que se pierden en una huida gris y melancólica hacia el ocaso. Y mientras, el presente regresa al salir del parque, al dejar las afueras en las sombras primeras que son como un preámbulo del otoño y de la noche y las últimas callejas se alumbran a trechos, con las pálidas luces de algunas bombillas, como candiles antiguos. Al salir a la plaza, el pueblo se hace actual y ya en casa, el telediario me devuelve al presente como me devuelven al presente las luces de casa y los coches que pasan veloces y locos por donde antaño pasaban al anochecer, bicicletas negras con luces amarillas y un tintineo de timbre y cadenas que ponían sonidos a la soledad de entonces.