Si un extraterrestre aterrizara en estos momentos en la Tierra pensaría que los habitantes de este planeta somos extraños seres que viven detrás de una mascarilla. Creería que en nuestra cultura no existen los besos, ni los abrazos, que a lo máximo que llegamos es a saludarnos con el codo. También, que no nos gustan las aglomeraciones ni apoyarnos en la barra donde más gente haya.

Vería que los terrícolas no trasnochamos, que a medianoche las calles ya están vacías y los bares cerrados.

Observaría que continuamente, estemos donde estemos, sacamos un bote del gel que nos echamos en las manos; y que en los pasos de cebra miramos de reojo al que se acerca demasiado a nosotros.

Si nos escuchara, aprendería palabras como ‘covid’, ‘coronavirus’, ‘Wuhan’, ‘cepa’, ‘contacto estrecho’, ‘PCR’, ‘antígenos’, ‘confinamiento’, ‘cuarentena’, ‘toque de queda’ o ‘Pfizer’.

Habría que explicarle que nosotros no éramos así. Que nuestro mundo era otro pero que cambió de la noche a la mañana. Que la distancia social empezó a gobernar las relaciones. Que, casi sin darnos cuenta, estábamos inmersos en una pandemia global.

Habría que contarle que los primeros avisos saltaron en España cuando, a finales de enero, en la isla canaria de La Gomera, un turista alemán tuvo que ingresar en el hospital a causa de un extraño virus cuyos primeros infectados se habían detectado en China.

Pero que se le hizo poco caso. Y aunque semanas después Italia ya aislaba a pueblos por el rápido avance de contagios y la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertaba del peligro de pandemia, en España la mitad de la sociedad bromeaba con el coronavirus -«que no era más que una gripe», se decía, en base también a lo que llegaba desde el país alpino- mientras que la otra mitad agotaba mascarillas y guantes en farmacias y ferreterías y se apuntaba en listas de espera para cuando hubiera más material.

El 13 de febrero ya se había se producido la primera muerte en España, pero se supo después. Un valenciano de 69 años que se había contagiado tras viajar a Nepal. Una neumonía de origen desconocido acabó con su vida.

Ha sido también después cuando se ha averiguado que el coronavirus ya campaba por nuestro país desde principios de enero. Y que el ‘paciente cero’ se registró en China el 17 de noviembre de 2019: fue el primer contagio de animal a humano. A partir de ahí, se desató la pesadilla.

Un ritmo agotador

En Extremadura el mes de marzo arrancó con los primeros casos detectados de covid-19. Fueron cuatro personas. Los datos que se dieron en aquel momento fueron que dos pertenecían al área de salud de Llerena-Zafra, otra a Cáceres y la otra a Coria. Con edades entre 19 y 58 años. Las cuatro habían estado en la región de Lombardía, en el norte de Italia, epicentro de la pandemia en aquel país. Un día después se confirmaron otros dos contagios: dos jóvenes de 20 y 21 años de Badajoz que, igualmente, acababan de aterrizar de un viaje por Italia.

En todo momento se insistió en que se trataba de casos leves, que los afectados se encontraban aislados en su domicilio y que no requerían hospitalización.

Pero una semana más tarde, el 11 de marzo, Extremadura vivió su primera muerte por coronavirus. Claudia, una vecina de 59 años de Arroyo de la Luz que se había contagiado en una excursión a Sevilla. Sus familiares y amigos fueron también los primeros en la región en sufrir qué significa un funeral sin contacto físico, sin el calor de los vecinos. El virus ya empezaba a obligar al aislamiento social.

Justo en esa semana Madrid ya había decretado el cierre de los colegios y la universidad por el temor al virus. Un día después de la muerte de Claudia se tomaba la misma decisión en Extremadura. Y al día siguiente el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunciaba una convocatoria urgente para pronunciar palabras que evidenciarían la que se nos venía encima: Estado de Alarma, confinamiento y cierre de fronteras.

Entonces contuvimos la respiración. Nos prohibieron salir a la calle salvo para lo estrictamente necesario. Cualquier contacto con otra persona era un riesgo. «Lavarse las manos es un acto de heroicidad», dijo entonces el presidente del Gobierno.

Eso sí, hubo quienes no pudieron quedarse en casa; han tenido que estar en primera fila desde el principio: sanitarios, repartidores, cajeros de supermercado...

La vida se paró y el covid mostró su cara más cruel. En Extremadura se cebó con las residencias de mayores, la mayoría de los fallecimientos se han producido en estos centros, donde los más vulnerables han muerto solos, sin la compañía de los suyos.

Pero también hubo otros casos: familias que veían cómo una ambulancia se llevaba a su padre de casa y ya no lo volvían a ver.

Las UCI se llenaron de pacientes entubados que no podían respirar. En lo que ahora se llama primera ola el virus atacó sobre todo a Cáceres.

Más de 40 días encerrados

Vivimos más de 40 días encerrados en los que tuvimos que aprender a teletrabajar. Y la conciliación -ya frágil de por sí- voló por los aires.

Cuando creímos que había pasado lo peor, empezó una vida de fases, en la que poco a poco fuimos recuperando libertades.

Pero llegó el verano y sufrimos cierta amnesia. Y aunque la mascarilla se volvió obligatoria -cuando ya hubo existencias suficientes- de alguna manera se nos olvidó la pandemia y relajamos esa distancia social.

La segunda ola llegó antes de lo esperado y esta vez el covid dejó una profunda huella en Badajoz.

Pero si un extraterrestre aterrizara en estos momentos en la Tierra, habría que explicarle que, a pesar de todo, poco hemos aprendido. Que estamos a las puertas de una tercera ola porque nos llenaron las calles de luces y nos empeñamos en celebrar la Navidad mientras muchos mayores siguen aislados en sus residencias.

Igualmente habría que decirle que esos locales vacíos que ve en la calle son algunos de los mil negocios que no han aguantado.

Que por eso nos expresamos y actuamos unas veces desde el agotamiento, otras desde el miedo y el dolor. Otras, desde el individualismo.

No obstante, habría que contarle que justo hace solo unos días, un señor llamado Vicente, el primer vacunado extremeño contra el virus, nos llenó de esperanza.

Pero que aún así, el futuro es incierto. Que la batalla no está ganada. Y que si nos observa de cerca, apreciará las heridas que arrastramos. Son muchas. Sobre todo porque, de repente, nos quedamos sin besos, abrazos ni despedidas.