Recuerdo mejor su voz que su físico, pero algunos rasgos nunca podré olvidarlos. Tenía los lóbulos de las orejas alargados, como si alguna mano invisible se los estirara. Vestía siempre la misma ropa, da igual que fuera verano o invierno, de riguroso marrón oscuro, y cojeaba un poco de la pierna izquierda. Se llamaba Manuel . Era sonriente, delgaducho y encorvado. Pasó por nuestras vidas apenas unos meses, aquel verano inolvidable de mil novecientos ochenta y nueve. Después, jamás supimos qué fue de él.

Por entonces, yo tenía once años y una capacidad de asombro sólo comparable a la de un coleccionista de mariposas. La mayoría de los ancianos pasaban de largo frente a nosotros, renqueantes y silenciosos, pero Manuel era distinto. Nos sentábamos a su alrededor y le hacíamos preguntas, a las que nunca contestaba directamente, sino con historias.

Muchas de aquellas historias permanecen aún imborrables en mi memoria y, estoy seguro, también en la memoria de mis amigos de entonces. La mayoría de ellas han adquirido un mayor sentido con el paso de los años. Una especie de épica para niños que nos reveló un mundo desconocido y sorprendente.

--Señor Manuel, ¿cuántos años tiene usted?

--Tengo más de los que nunca tuvo mi padre, que murió con sesenta, y menos de los que suman vuestras edades. Se podría decir, por tanto, que vosotros, todos juntos, habéis vivido más que yo. Nací dos años después del fusilamiento de Mata-Hari, y dos antes de que Hitler fuera nombrado presidente del Partido Obrero Alemán. Ya no cumpliré los setenta. En realidad, creo que la edad de alguien es una cifra muy relativa.

La primera tarde que se nos acercó era viernes. Al salir de la piscina nos íbamos al parque del centro a gamberrear. Cambiábamos cromos de fútbol por naipes de chicas enseñando los pechos, jugábamos a las chapas o a la peonza con grandes blasfemias, echábamos de los columpios a los más pequeños o nos escondíamos en los setos a fumar un cigarrillo entre tres o cuatro. Aquel mismo día, por la mañana, habíamos matado un gato a pedradas.

--Señor Manuel, ¿a usted le gustan los animales?

--Cuando el ejército necesitó hierro para hacer cañones se llevaron las vías de tren en doscientos kilómetros a la redonda. Las locomotoras del pueblo estuvieron paradas dieciocho años. Mi hermano Miguel tuvo que comprarse un burro para ir a ver a su novia que vivía más allá de la sierra, a más de dos horas a lomos del animal. El burro se llamaba Molinillo y era pelirrojo. Vivió más años que mi hermano. En mi casa también hubo gallinas, conejos y cerdos, y un mastín ciego de un ojo que todos llamaban Feo, menos yo que lo llamaba Pirata. Veréis, hijos míos, la vida me ha enseñado a sentir piedad por todos los animales, menos por el hombre.

Una tarde, el señor Manuel nos dijo que cuando él era joven la radio se miraba.

--No había televisión en mi época, ni teléfonos. El único teléfono del pueblo era público y sólo los más pudientes lo podían pagar. No era como hoy. Nunca habíamos visto una guerra hasta que fuimos reclutados para luchar en una. Mis mejores amigos murieron. Sólo nos salvamos Gutiérrez y yo, pero también Gutiérrez está ya bajo tierra. Conocí a mi mujer en La Coruña. Me fui a buscar trabajo en un barco pesquero y acabé criando pollos. La vida nunca sabes por qué caminos te llevará. Tuvimos cinco hijos: Andrés, Valentín, María, Pablo y Estrella, por este orden. Fuimos muy felices. Comíamos y cenábamos de un mismo plato mirando el transistor.

--¿Y es verdad que antes había mucha pobreza?

--Había tanta pobreza que los contrabandistas de bombillas fundidas se hicieron ricos muy pronto. Cualquier trabajador podía cambiar en su fábrica las bombillas estropeadas por bombillas nuevas y el patrón no sospechaba. Los hogares de medio país estaban alumbrados por un céntimo: el céntimo que costaba reemplazar una bombilla fundida por una bombilla robada, en vez de los treinta céntimos que costaba una bombilla nueva. Enseguida hubo contrabando de todo tipo de enseres. Vasos quebrados, perchas rotas, ceniceros mellados, cubertería embotada. A Marcelino, mi compañero del taller, lo cogieron dando el cambio a una percha de su taquilla y uno de los esbirros del jefe le pegó una paliza que lo dejó en cama una semana. Luego volvió al trabajo, aún con moratones, y tuvo que dar las gracias al jefe por no delatarlo a la autoridad. Otros compañeros no tuvieron tanta suerte y terminaron algunos meses en prisión por delitos similares. La necesidad nos empujaba a hacer esas locuras. El hambre nos hizo inteligentes y temerarios.

Con el paso del tiempo, he comprendido que nos gustaba tanto escuchar al señor Manuel porque nos hablaba como a personas mayores, no como a niños, sin reservas ni disimulos. A veces, sobre temas de los que nadie nos había hablado antes.

Hoy, veinticuatro años después, todavía pienso en él y me pongo nostálgico. Su recuerdo es, para todos los niños que lo conocimos, como el de un abuelo, recordado y querido. Y me gusta creer que, aunque debe ser muy anciano, todavía sigue vivo y feliz, contando sus viejas historias a un grupo de niños como el que formábamos nosotros, pero en otro lugar y en otra fecha.