Atrapada en un matrimonio nefasto, la mujer más hermosa de su tiempo escapa de Austria con un puñado de secretos de los nazis. Tras abrirse camino en Hollywood se convierte en una gran estrella pero, en lugar de conformarse con ese estatus, inventa una tecnología revolucionaria que, décadas después, hará los smartphones posibles. La historia no es invención de un guionista de películas de serie B sino la de la vida misma de Hedy Lamarr, de su lucha contra los prejuicios impuestos sistemáticamente sobre ella y de las contribuciones efectuó a la sociedad --y por las que nunca obtuvo el reconocimiento merecido--. De todo eso habla Bombshell: La historia de Hedy Lamarr, el documental que hoy llega a España a través de la plataforma Filmin.

«Cualquier chica puede ser glamurosa», afirma la propia actriz al principio de la película. «No tienes más que estarte quieta y parecer estúpida». Y es una observación fulminante, especialmente puesta en boca de quien llegó a ser conocida como «la mujer más bella del mundo». Lamarr protagonizó grandes taquillazos -como Sansón y Dalila, líder de recaudación en 1949- y se midió a intérpretes como Clark Gable y James Stewart, pero sus personajes siempre fueron meros objetos de deseo. Así fue desde que con 19 años --entonces aún se llamaba Hedy Kiesler- protagonizó la escena más memorable de Éxtasis (1933), que fue la primera película no pornográfica en mostrar un orgasmo femenino y el motivo por el que su primer marido, un comerciante de armas llamado Fritz Mandl, trató de alejarla de los escenarios y convertirla en mujer florero. Ella, a cambio, huyó en bicicleta de Viena, vestida de criada y con sus joyas metidas en un bolso.

ICONO A SU PESAR / Su belleza conquistó América. Su rostro inspiró no solo los rostros de Catwoman y la Blancanieves de Disney, sino también los de miles de mujeres que se sometían a cirugía plástica. Pero su aspecto y su agitada vida amorosa eran todo lo que parecía interesar a la prensa y el público de ella. En pantalla, es cierto, Lamarr podía mostrarse rígida y distante, como si tuviera la mente en otro sitio. Y quizá así fuera realmente porque, en lugar de vivir el tipo de vida que se esperaba de una estrella de Hollywood, ella pasaba su tiempo pensando en nuevos objetos e invenciones. Diseñó alas aerodinámicas para los aviones del magnate Howard Hughes, con quien tuvo un romance; ideó una tableta que, al disolverse en agua, la convertía en refresco de cola; esbozó un sistema que ayudaría a las personas discapacitadas a entrar y salir de la bañera. Su gran creación, eso sí, fue otra.

En 1940, decidida a ayudar al bloque aliado en la guerra, la actriz colaboró con el compositor vanguardista George Antheil en el desarrollo de un sistema de guía por radio para torpedos, que los permitía mantenerse indetectables por el enemigo; después de todo los años pasados junto a Mandl, callando y escuchando en las reuniones de su exmarido con altos cargos de Mussolini y de Hitler, la habían dotado de un conocimiento privilegiado de la tecnología armamentística. Aunque su invención obtuvo la patente en 1942, el ejército estadounidense inicialmente decidió ignorarla. Como Bombshell recuerda, Lamarr fue advertida de que, si quería contribuir al esfuerzo bélico, mejor sería que se dedicara a entretener a las tropas o a recaudar fondos vendiendo besos. Años después su idea fue usada militarmente durante la Crisis de los Misiles, y con el tiempo se convirtió en la base de avances como la telefonía de tercera generación y las conexiones wifi, Bluetooth y GPS. Ni ella ni sus herederos vieron nunca un céntimo por ello.

EL DECLIVE /A medida que perdía el esplendor físico, su carrera entró en serio declive; a ello contribuyeron tanto su arresto en 1966 por hurtar en una tienda --volvería a cometer el mismo delito en 1991-- como la publicación ese mismo año de la autobiografía Éxtasis y yo, completada por escritores a sueldo y centrada exclusivamente en asuntos morbosos como proezas sexuales y adicciones a las drogas, y que ella misma catalogó de •falsa, vulgar, escandalosa, difamatoria y obscena». Convertida en hazmerreír, Lamarr decidió alejarse de la vida pública. Y su reclusión no hizo sino agravar su conflicto con su propio cuerpo. Tras repetir durante años que el aspecto físico no le importaba, ver cómo su belleza se marchitaba le resultó insoportable, y una sucesión de operaciones estéticas acabaron desfigurándole el rostro.

Cuando murió en el 2000 a los 85 años, los obituarios que se escribieron en su memoria tan solo mencionaron de soslayo la invención con la que en el pasado había intentado cambiar el mundo, y en general pasaron por alto la tragedia de una mujer demasiado bella para ser tomada en serio, como actriz o como inventora. «Mi rostro es una máscara que no puedo quitarme», dijo Lamarr una vez. «Estoy obligada a vivir con él, y lo maldigo».