Cómo etiquetar la nueva película de los hermanos Coen, que ha inaugurado la Berlinale? ¿Qué es ¡Ave, César! ? Aunque quizá la pregunta correcta sería más bien: ¿Qué no es ¡Ave, César!? Porque mientras dan tumbos por las instalaciones de un estudio de Hollywood ficticio de los años 50, Joel y Ethan se pasean por cada género imaginable de la edad dorada del cine americano: una de sus escenas recrea las coreografías acuáticas que Esther Wiliams rodó para Busby Berkeley, y otra parece sacada de un musical de Gene Kelly; por momentos evoca el cine bíblico de Cecil B. DeMille, y a ratos es como un tosco wéstern de serie B. Es también la película más payasa de los Coen desde Quemar después de leer (2008).

Con el fin de enlazar --más o menos-- todas esas burbujas narrativas, ¡Ave, César! se sirve de la figura de Eddie Mannix (Josh Brolin), un productor que trabaja día y noche haciendo de niñera de las estrellas, solucionando sus problemas y manteniéndolas lejos de las páginas del corazón. Mientras se atormenta preguntándose qué sentido tendrá hacer películas y sufre por los pecados de los demás, este Jesucristo de la fábrica de sueños encajaría en el perfil de personaje quintaesencial de los Coen --el pelele sobrepasado por las fuerzas del caos-- de no ser porque lo que aquí realmente les interesa es mostrar a Scarlett Johansson convertida en una sirena, y a Channing Tatum bailando un número de claqué disfrazado de marinero gay, y a George Clooney vestido con minitoga y sandalias de gladiador.

"Joel y Ethan siempre hacen lo mismo: me llaman y me dicen: 'George, hemos escrito este personaje contigo en mente', y el personaje en cuestión siempre resulta ser un idiota", se lamenta el actor, entre risas, acerca de sus cuatro colaboraciones con los directores. "Pero en todo caso disfruto del modo en que se ríen de mí", añade.

Junto a ellos, la película incluye secuestradores, y cowboys tarugos, y guionistas comunistas, y a Herbert Marcuse, y a Saulo de Tarso, y a tanta gente envuelta en tantos enredos que es fácil pasar por alto que, en realidad, el ruido es mucho y las nueces más bien pocas. No hay una verdadera historia ni personajes con cara y ojos, y muchas interpretaciones son poco más que cameos. Por momentos, ¡Ave, César! funciona menos como una película que como una sucesión de secuencias impagables, de esas que tan bien quedan en el tipo de videoclips antológicos que ilustran premios honoríficos y obituarios.