El lector que ignore quién es Rafael Yglesias (Nueva York, 1954), poco después de adentrarse en esta historia empezará a echar miradas de suspicacia a las solapas del libro en busca de información biográfica. Un matrimonio feliz es claramente una novela, pero huele a vida por todas partes. Está construida con elementos temáticos y estructurales propios de la convención novelesca: grandes amores y desamores, aspiraciones literarias, flashbacks, reflexiones filosóficas al final de cada capítulo. Pero los detalles que dan vida a esa construcción son precisamente de la clase que los novelistas no se atreven a usar: el detalle nimio de la vida, los pormenores de una discusión con un amigo, una frase sin más trascendencia que la que tuvo en el momento de ser dicha, sucesos que no necesitan aportar nada a la trama general para ganarse un sitio en la novela. Como en la vida.

Ese lector suspicaz al que aludíamos encontraría con facilidad entrevistas en las que Yglesias da la clave obvia: su libro es una novela y él necesitó acogerse al subterfugio de un narrador ficticio que se parece mucho a él (pero no es él), precisamente porque se trata de la historia de su matrimonio y, por extensión, de su vida. ¿Feliz? El sabrá, pero la transposición literaria, la novelización, por así llamarla, es magnífica: directa, intensa, elegante, ocurrente y tan honesta como para que se le perdonen algunos pequeños desequilibrios internos.

Se nos narran dos extremos de una relación de pareja. El más cercano en el tiempo nos presenta las últimas semanas de vida de Margaret, la esposa con un cáncer terminal. Y nos lleva de la mano, con intensidad y elegancia, por los detalles finales que deben cumplirse para que alguien pueda despedirse de la vida. Paralelamente, y en capítulos alternos, somos testigos del otro extremo: el principio de la relación. Resulta ser la estructura exacta que necesitaba un edificio que aspira a ser grande como la vida. Porque permite al narrador llevarnos a su voluntad de la ingenuidad al dolor, de la pasión juvenil a la aceptación de la muerte. Y, sobre todo, porque el ejército de las palabras, con esta maniobra de pinza militar, va estrechando el cerco desde ambos lados hasta acorralar, en el centro, la vida.