La 66 Edición del Festival se ha visto, en verdad, diferente al haber ofrecido una programación de forma reducida, por las circunstancias de la nueva realidad que imponía la pandemia vírica en los meses claves de su organización. Pero también -lo digo con toda franqueza- ha sido una edición mediocre montada con calzador.

Mi opinión, claro está, es contraria a la de los organizadores, que desde sus instancias de poder, el director vasco/madrileño Jesús Cimarro y el presidente de la Junta Fernández Vara (portavoz del Patronato) se empeñan, según sus declaraciones públicas -en rueda de prensa-, en que este año el festival, muy complicado por los riesgos sanitarios existidos, ha sido todo un triunfo. Y una vez más, en las creencias de Cimarro y Vara salta a la vista el obsesionante balance institucional - de cifras maquilladas sobre el público y un presupuesto nada claro- hastiado de triunfalismo, artimaña, demagogia y aire de suficiencia sin pudor que levantan desconfianzas, tanto culturales como económicas, porque no se corresponde con la realidad organizativa que hemos vivido, ni con el valor absoluto de la cultura.

De tal manera, el primero, ha señalado en su discurso que en las circunstancias adversas que se ha celebrado el evento -criticado en las medidas sanitarias y de distanciamiento- «la cultura ha vencido a los contratiempos»; y que la organización ha sido «un ejemplo para que la cultura tenga que seguir viva y en los lugares que le corresponden». El segundo, expresó que «en tiempos de coronavirus se pueden hacer cosas bien»; y que cuando se escriba la historia del Festival habrá que dedicar un capítulo aparte, porque «aquí no estaba en juego una marca, sino la cultura». En ambos, se observa campanudamente -por la reiterada utilización de la palabra ‘cultur’- que esta corta edición del festival ha sido un éxito cultural. Pero tales argumentos, de uno y otro, de tan pomposa y presuntuosa palabrería, dejan mucho que desear ante las pruebas de incompetencia sufridas por el evento, tanto en la organización como en la propuesta y resultado cultural.

En lo primero, hubo fallos el día de la inauguración, ya que fue un auténtico caos la distribución del público atendiendo a los aforos permitidos, que origino cientos de protestas en los medios. Aforos que después fueron corregidos en los porcentajes de asistencia -bajando del 75% al 50%-, pero que seguían sin resolver el problema de la disposición fija de los asientos en las gradas del Teatro Romano, que no permitía la distancia del metro y medio con los espectadores de delante y de atrás, que sólo era de medio metro. Esto también origino protestas a lo largo del mes, que no han sido «críticas gratuitas» -como apuntó Cimarro- sino responsables. Gratuito puede ser el haber cantado victoria diciendo alegremente que nadie se ha contagiado, pues eso es difícil de saber, aunque sepamos que en este mes del festival se han disparado los contagios tanto en Extremadura como en el país (al festival asisten de muchos lugares).

En lo segundo, el festival pasará a la historia como un evento precipitado, chapucero e inextricable por los intereses del empresario vasco/madrileño, que es el mayor beneficiario (como ya había anticipado en este periódico en mis críticas y con más detalles en el artículo: ‘Cimarro y su gallina de los huevos de oro’, 4-5-2020), a causa de los tejemanejes en las producciones que han estado organizadas a su conveniencia y que atañen directamente al negocio (su espectáculo de Pentación se prorrogó un día más), al seguir considerado las artes escénicas mayormente como una industria del entretenimiento dirigida a un público tragaderas (atraído más por famoseo patrio). Un festival que, además, decepciona en su programación por no haber valorado el hecho dramático grecolatino de las grandes tragedias y comedias. De los cinco espectáculos de Mérida sólo se ha representado una obra de Plauto. Las cuatro restantes, aunque apoyadas en temas grecolatinos, son de autores de otras épocas -Gaitán, Moliere, Muñoz Sanz y Mira- que, por ser mayoría, desorientan en la programación y alejan al festival del mundo clásico grecolatino que es su seña de identidad.

Pero lo peor está en la mediocre calidad de la mayoría de los espectáculos a los que se les ha notado la falta de ensayos. Sobre todo en las dos primeras obras -de Gaitán y Moliere- presentadas en julio. Que fueron producciones incluidas apresuradamente ese mes por querer sacar mayor tajada del presupuesto asignado al festival. La primera obra, realizada con un elenco de Madrid, Extremadura y México, sin haber podido reunirse debidamente por las restricciones sanitarias, escasamente tuvo un mes de ensayo. La segunda, urdida para la explotación de representaciones en giras, se jactaba -según declaraciones de su actor/empresario Pepón Nieto- de que habían hecho el «milagro» de sacar la obra adelante «con dos semanas de ensayo cuando necesitaban tres meses».

Es verdad que los artistas y técnicos de las obras han hecho lo posible por hacer bien su labor (tenían necesidad de trabajar y aceptaron el reto). Y algunas, como ‘La comedia de la cestita’ -que ha sido el mejor espectáculo- y ‘Cayo Cesar’ no han decepcionado. Pero igualmente han sido verdad los muchos fallos cometidos en los espectáculos. Por todo ello, creo que la palabra ‘cultura’ está siendo mal utilizada por los organizadores en sus declaraciones. Se hace verdadera cultura cuando no se busca lo mercantil más que lo cultural y las obras están definidas por la calidad artística en sus contenidos y formas dramáticas. Porque si no sólo es ocio o pan y circo, hechos vulgares y reaccionarios de la cultura.

Tengo que decir, que lo mejor del festival este año ha estado en sus extensiones (en Medellín, Regina y Cáparra), donde la programación -de obras ya representadas- ha sido de mejor calidad que las de Mérida. Los espectáculos andaluces ‘Elektra 25’ y ‘Clitemnestra’ podían haberse representado en el Teatro Romano dignamente. Y tengo que hacer una mención grata del Pasacalles ‘Hermes y el vigía de 100 ojos’, basado en el mito de la ninfa Io, de la compañía cacereña Z Teatro, dirigida por Javier Uriarte, de vistosa animación circense por las calles de Mérida, con espléndidas actuaciones de todo el elenco.

'Ranking'

Este crítico, que ha asistido a todas las obras, valorando los mejores trabajos artísticos de los estrenos, cree que merecen una corona de hiedra y placa de bronce (sencillo reconocimiento que se otorgaba en los certámenes teatrales de las Grandes Dionisias griegas) los siguientes:

Mejor espectáculo: ‘La comedia de la cestita’, de Plauto, de GNP Producciones/Clásicos Contemporáneos.

Mejor Versión: Pilar G. Almansa (por ‘La comedia de la cestita’).

Mejor dirección: Pepe Quero, en colaboración con Josu Eguskiza (por ‘La comedia de la cestita’).

Mejor actor protagonista: Fernando Cayo (por ‘Antígona’).

Mejor actriz protagonista: Belén Rueda (por ‘Penélope’).

Mejor actor de reparto: Falín Galán (por ‘La comedia de la cestita’).

Mejor actriz de reparto: Itziar castro (por ‘La comedia de la cestita’).

Mejor escenografía: curt allen Wilmer (por ‘Penélope’).

Mejor iluminación: José Manuel Guerra (por ‘Penélope’).

Mejor vestuario: Miguel Ángel Latorre (por el pasacalles ‘Hermes y el vigía de 100 ojos’).

Mejor música: Abraham Samino (por ‘Cayo Cesar’).

Mejor coreografía: Gema Ortiz (por ‘Cayo Cesar’).