Marta Sanz (Madrid, 1967) se fue a vivir a Malasaña, uno de los barrios más marchosos y nocturnos de Madrid, hace más de 20 años. Se instaló allí porque le encantaba el color local, los pequeños bares y sus cervezas y el bullicio hasta las tres de la mañana. Pasaron los años y empezó a tener la sensación de que a la ciudad se le iba desdibujando el carácter, mientras a ella cada vez más le costaba asumir cómo estaba perdiendo sus referentes, la memoria, las raíces en ese espacio urbano cada vez más homogeneizado y descafeinado.

De ese sentimiento de pérdida -que Sanz necesita matizar para no resultar refunfuñona-nace Retablo, dos cuentos urbanos que también son el reflejo de cualquier barrio acosado por la gentrificación. Los relatos forman parte de una colección de Páginas de Espuma en la que un texto breve de un autor cuenta con un ilustrador de altura. Es el caso de Fernando Vicente (Madrid, 1963) que ha puesto en imágenes Extraños en un tren, (un homenaje a Alfred Hitchcock) y Jaboncillos dos de mayo (una visión realista del Malasaña hipster). El primero es también una reedición de la historia de Patricia Highsmith que inspiró al mago del suspense y el segundo está marcado por la amargura y extrañeza de Ambrose Bierce. Son dos relatos burlones y un tanto esperpénticos, un poco en la línea de otras obras de la autora como Black, black, black y Farándula.

El maduro paisanaje protagonista de estas ficciones parecería estar perdiendo y en retirada: como esas dos viejecitas sin aparente relación una con otra que intercambian una misión, o ese vendedor de antigüedades que desconfía de esos barbudos pero impolutos que solo toman leche sin lactosa y oyen pop blando.

No es tan sencillo

A la vez que hace su crítica, Sanz también se expone a una sana autocrítica: «No quería simplificar el tema. En mi barrio cada vez hay más asociaciones de vecinos surgidas de problemas concretos: los alquileres turísticos que no están bien regulados, los pequeños negocios subsumidos por las grandes franquicias. Pero también quería contemplar eso de una forma equilibrada, no me gusta pensar que estamos en una pequeña aldea irreductible». Y percibe también que lo que más le enamoraba en el pasado de su barrio, la tolerancia, se ha transformado en todo lo contrario con los vecinos encerrados en sus cápsulas de soledad. «Cada vez estamos menos dispuestos a hacer concesiones al otro».

La autora percibe que el modelo de gentrificación barcelonés va en estos momentos, por desgracia, muy por delante del madrileño. «Ahora en Madrid se está empezando a vivir la crítica ciudadana con la misma intensidad que en Barcelona, el fenómeno es allí algo relativamente reciente. Yo simplemente estaba hablando de los primeros conatos del desarraigo y de cómo los vecinos se relacionaban (mal) con éste. Y es que es sabido que si el tejido ciudadano está en permanente transición no se pueden formar comunidades auténticas».