Excepto si nos referimos al trabajo de los estudios Pixar, las secuelas de películas de animación casi siempre se contentan con recuperar los elementos más inspirados de sus predecesoras y regurgitarlos. El equipo creativo detrás de la saga Kung Fu Panda ha elegido moverse en otra dirección, o casi. En lugar de reciclar la historia original, esta entrega le da un pasado dramáticamente jugoso a Po, su personaje principal, y explora algunos rincones oscuros del mundo que habita: además de hacerle lidiar con temas como el genocidio o las complicadas ramificaciones emocionales de la adopción, en el centro del relato sitúa su búsqueda de identidad y paz interior, objetivos asequibles solo a través de la confrontación y la superación del pasado. En todo caso, los descubrimientos acerca de su juventud establecen para Po un arco dramático, basado en la confianza en sí mismo y la aceptación del propio destino, similar al que en la primera película motivaba su relación con las artes marciales. Es una pena que, mientras lo desarrolla, la película se olvide del resto de personajes: a pesar de su obvia importancia de cara al éxito de Po como guerrero, son meros convidados de piedra.

En todo caso, secundada por una impecable animación que recrea las ciudades y paisajes naturales de la China antigua con una prístina atención al detalle y un espíritu festivo reminiscente de filmes de Jackie Chan, la directora Jennifer Yu Nelson acaba dando al elenco algo en qué ocuparse a través de una sucesión de deslumbrantes coreografías de acción sofisticadas y delirantes que integran con fluidez momentos de humor que, en última instancia, dotan a esta aventura de una autoconsciente y saludable ligereza.