"No importa cuánto sepas, no importa cuánto pienses, no importa cuánto maquines, finjas y planees, no estás por encima del sexo. Es un juego muy arriesgado. Uno no tendría dos tercios de los problemas que tiene si no corriera el albur de la jodienda. El sexo es lo que desordena nuestras vidas normalmente ordenada", asegura el septuagenario David Kepesh en El animal moribundo (2001), la tercera de las novelas de Philip Roth protagonizadas por este reputado profesor y crítico de arte permanentemente obsesionado por la carne, cuya adaptación cinematográfica, dirigida por Isabel Coixet, fue presentada a competición en la pasada edición de la Berlinale y hoy llega a las pantallas españolas.

Elegy relata cómo la vida de Kepesh, encarnado por Ben Kingsley, se convierte en un caos emocional en cuanto conoce su joven alumna Consuela Castillo (Penélope Cruz), y se convierte en un hombre sexualmente celoso y posesivo. Ello lo mantiene en un estado de pánico por la perspectiva de que un hombre más joven que él le arrebate a una mujer tan bella, por la posibilidad de que ella comprenda que mantener una relación con un hombre al que quizá le queden pocos años de vida es un error. La edad, la muerte, la familia, el miedo al compromiso, y lo que un poeta interpretado por Dennis Hopper llama "la invisibilidad de la belleza", ocupan, pues, el centro de esta película.

"Durante su vida, Kepesh ha mantenido una lucha encarnizada contra la intimidad", explicaba Kingsley en el Festival de Berlín, porque, para él, ceder a la intimidad es perder su poder sobre la gente, sus estudiantes, los oyentes de su programa de radio, sus lectores.

El periplo de Kepesh le sirve a Coixet para reflexionar acerca de cómo ese prejuicio social, según el cual a cierta edad el deseo es indecoroso, es una forma de protegernos de una verdad incómoda: que el deseo persiste incluso más allá de la habilidad del cuerpo para colmar sus necesidades físicas.

En El animal moribundo , como sucede en casi toda la buena literatura acerca de sexo, el mensaje es profundamente pesimista. "A mi personaje el hedonismo no lo ha hecho feliz, y luego, cuanto más se engancha al cuerpo de Consuela, más consumido e intimidado se siente".

Kepesh se retrotrae a un comportamiento típicamente adolescente, persigue a la mujer durante las noches que no pasan juntos. "Resulta patético, tanto por su incapacidad para controlar sus deseos, como, sobre todo, por su incapacidad para evolucionar y ofrecer a la chica un futuro, dado que continúa amarrado a idénticos postulados que aquellos por los que abandonó a su mujer en los 60", opina Kingsley. Lo que lo sorprende y le aterra es que él consideraba sus conquistas como juguetes manipulables, y Consuela rompe todas las reglas, obligándole a asumir ciertas responsabilidades.

Si la relación entre un hombre como Kepesh y una joven como Consuela resulta convincente es, en última instancia, gracias a la química existente en pantalla entre Kingsley y Penélope Cruz. "Es imposible manufacturar ese tipo de química, nunca la discutimos o la verbalizamos en el rodaje. Es fruto de un instinto pero también de tantas risas y conversaciones trascendentes que ambos compartimos. Dada la naturaleza de esta historia, tanto ella como yo nos permitimos ser muy vulnerables, sabiendo que estábamos a salvo y que no había agendas ocultas, queriéndonos y queriendo a nuestros personajes".