Stallone debería recibir parte de los ingresos de Acero puro , dado el modo en que esta fantasía robótico-pugilística remeda no solo la trayectoria dramática y el clímax de Rocky sino también el centro emocional de Yo, el halcón --un padre se reconcilia con el hijo que abandonó mientras compite en un torneo de pulsos--. Asimismo, el director Shawn Levy toma prestadas imágenes de Terminator 2 y Robocop y, en conjunto, tiene poco que ofrecer a quienes conozcan esas fuentes. Ni falta que hace, dado que su audiencia ideal son chicos de 12 años que adoran el crujido del metal generado por ordenador y la estética de los videojuegos.

En todo caso, el ruido robótico es una preocupación secundaria, y eso no es necesariamente motivo de celebración. Después de todo, el desarrollo de personajes simplistas y situaciones manidas no es en sí preferible a un espectáculo visual imaginativo. Pero eso a Levy no le importa. No se molesta en considerar la preocupante relación de supeditación que el hombre de hoy desarrolla ante la máquina, se contenta con ajustarse a la fórmula, apropiada y eficientemente.

Abandera una previsibilidad mecánica personificada, en última instancia, por un final en el que el hombre halla el triunfo profesional y emocional fundiendo su identidad con la de la máquina. Y, aun así, funde y regurgita clichés con competencia impecable, suministrando drama, redención y puñetazos con suficiente pericia para permitir que su absurdez esencial nunca llame la atención y que su sentimentalismo se digiera con placidez. La originalidad del filme reside en unir en una sociedad futura la robótica y el boxeo y en la que el protagonista aún cree en la humanidad del deporte.