La primera persona hay que ganársela. No es algo a lo que uno tenga derecho solo por el hecho de haber nacido, como la presunción de inocencia o la sanidad pública. Además, tiene que venir de un sitio especial y tiene que estar abonada con humildad, visión y oficio. E incluso así, a veces se les resiste a los más intrépidos. Claudia Durastanti (Brooklyn, 1984) tuvo que entregar tres novelas de ficción solapada para escribir al fin su historia y, sobre todo, la de sus padres, en La extranjera (Anagrama). La historia de dos sordomudos rebeldes y filobohemios que, negando su clase, su discapacidad, incluso su paternidad, emigraron y desemigraron de Italia a EEUU, convirtiendo a sus hijos y a sí mismos en extranjeros de todo.

--Tus padres construían su propia historia, cambiándola cuando les convenía.

--La novela se gestó cuando mi padre contradijo la versión romántica de mi madre de cómo se conocieron (ella le salvó cuando él iba a suicidarse). El autoengaño es un mecanismo de supervivencia. La hermana de mi abuela, Joseppina, se mudó a Brooklyn a los 16, y al día siguiente se llamaba Josephine y simulaba no hablar italiano. Vengo de una familia de impostores románticos, inmersos en una lucha que desafía el sentido común. Mi abuelo materno le compraba walkmans a mi madre sorda. Incluso hoy, sus tíos no la consideran sorda, solo extraña. La rebelión de mis padres fue rechazar los conceptos de buen discapacitado y buen inmigrante.

--Rechazaste algunos de sus rasgos para irte al extremo opuesto. Pero a veces esos rasgos se quedan en uno.

--El mundo se sorprendió cuando Trump ganó, pero mi familia votó por él. La izquierda culpó a gente como mi madre, de clase obrera y sin educación política (su postura es una mezcla de cábala, apatía y vulnerabilidad a los mensajes apocalípticos). Su voto fuck off me pareció natural. Para ella, abrazar el nihilismo es una opción lógica. Los mismos sensores de calamidad están integrados en mí, quiera o no.

--Pasaste años creyendo «que morir o volverse loco era la única forma de estar a su altura».

--Mi adolescencia estuvo marcada por el deseo de ser versiones distintas de la angustia de mi madre. Mi forma de estar a la altura era jugar el papel de hija medio loca. Ya me curé. La mayoría de memorias vienen de una herida que aún sangra y tratan de resolverla, mientras que la mía oscila alrededor de la pregunta «qué sucede cuando incluso el recuerdo de la pena te abandona». Un chico que me gustaba me dijo que su momento más traumático había sido cuando mi padre salió al balcón amenazando con secuestrarnos, pero en mi familia nadie lo recuerda. Para mí, el recuerdo triste es que aquel chico lo recordase. Es pena de segundo nivel, y me interesa más que la obvia.

--La escritora Mary Karr narra en ‘El club de los mentirosos’ que fue abusada dos veces y esto lo vivió con desapego. En ‘La extranjera’ se percibe esa separación de la experiencia.

---Escogí una posición de observadora que se podría confundir con frialdad. Cada familia tiene su gramática, que consideras natural. Quise comprender si el léxico de mis padres era comprensible solo para nosotros, que fuimos educados en él. La vergüenza aparece cuando sacas esas cosas al exterior y las muestras por lo que son. Yo estaba en una frontera de gente discapacitada y gente que simulaba no serlo, y de gente que estaba loca, pero también cuerda. Pensaba que mi problema con mis padres venía de su sordera, pero venía de su locura. Cuando se solapan discapacidades se ocultan unas a otras.

--Tu libro empieza hablando de discapacidad, pero al rato se concentra en la clase.

--Mi madre siempre ha estado endeudada, y ese es un estado conflictivo incluso para la clase obrera. Tenemos una iconografía de la pobreza, pero la deuda está mal vista. Mi hermano y yo éramos hijos del consumismo, veníamos de Estados Unidos, crecimos con Barbies y ropa de marca. Pero cuando empecé a mezclarme con el radical chic me decían que comía encorvada, «como una pobre». De joven me vendieron que la educación era la primera forma de emancipación, pero quizá yo no quería ir a la universidad. Nunca fui libre de tomar esa elección. Se nos plantea una carrera universitaria como el único modo de mejora, pero es un timo y una paradoja, porque al terminar vuelves a ser de clase obrera. Tony Blair dijo que un día todos seríamos de clase media, pero no sucedió [ríe].

--El trabajo de muchos escritores de clase obrera surge de un lugar ajeno a la literatura.

--La mayoría de los escritores italianos vienen de clases sociales que les permitieron pagarse lo de escribir, y su escritura surge de los libros. Yo no me siento así. A mí tal vez me salvaron los libros, pero no me hicieron los libros. Si algún día me convierto en una escritora que escribe y está hecha por libros, lo que hago perderá todo el sentido.

--El autoengaño que tus padres aplicaban a su propia clase social es admirable.

--La pobreza es una sustancia pegajosa que tiende a sujetar a mucha gente en el mismo lugar, pero los pobres tienen distintas aspiraciones y deseos, tantas como la clase media. Negar tus circunstancias puede llevar al dolor, pero también a la libertad y la alegría. Mi padre nació en la clase media-baja, pero era muy dandi, y se conducía como un noble. Era su fantasía, que hacía realidad a base de caradura y encanto personal. Mi madre nunca fue capaz de mantenernos, pero se negó a acomodarse en la indefensión de la pobreza. Y también de la discapacidad.

--«Me he pasado media vida defendiéndome del sur y de la magia solo para darme cuenta de que ambos me rebosan», afirmas.

--La forma en que crecí definió mi ética. Sucede igual con la condición femenina: siempre estás lidiando con tu diferencia y con la mayoría. Tardé en definirme como feminista porque estaba enamorada de intelectuales cool como Susan Sontag o Joan Didion, que decían que escribir bien no tenía que ver con ser mujer. Pero no puedes negar tu feminidad, acabará saliendo. Muchos libros escritos por mujeres vienen de un lugar que estuvo sumergido, y de repente sube a la superficie. Escribir desde la otredad, sea de clase o de género, es una bendición.

--Clase o género ¿qué va primero?

--Cuando era joven y vivía en un pueblo creía que no podía enrollarme con chicos porque dirían que era una chica fácil. Pero mis amigas pijas sí que lo hacían, y no estaba mal visto. Así que el estigma era mi clase, no mi feminidad. Como chica pobre, mi lugar no era flirtear ni experimentar sexualmente. La clase hacía que la transgresión de género existiera o desapareciese.

--Dices que toda la solidaridad entre mujeres, LGBTQ, pobres y refugiados, cuando se añade una carencia física, deja de ser identidad y se transforma en falta de capacidad.

--Antes, la gente cursaba estudios de discapacidad porque era discapacitada o tenía un familiar que lo era, mientras que mucha gente iba a estudios queer o de género. Tiene que ver con la idea de lo guay. En Italia o España, donde la Iglesia tenía poder, la discapacidad estaba domada por ideas de piedad, y no tuvo el potencial rebelde que tienen el sexo o la criminalidad. Si hoy hablamos de lo femenino o de raza de modo distinto, lo mismo tendría que suceder con la discapacidad.