Me levanto tarareando «Los gallos cantan al día, qué dirá usted». Es una de las canciones del repertorio de mi familia paterna, junto a otras como el Bella Ciao, que ha grabado hace poco Tom Waits para Songs of Resistance, de Marc Ribot. Unas valen para las bodas. Otras, para Navidad, entre un niño borracho por madroños, El tamborilero, De las doce palabritas, White Christmas y Over the rainbow.

Antes, me contaba mi madre, la gente cantaba mientras barría las calles, mientras sacudía las alfombras, echaba cubos de agua en la entrada de la casa o caminaba. Agustín García Calvo se quejaba, en 1990, de que ya no se cantaba. «Eche usté una consideración a su derredor sobre los chicos y las chicas que por ahí andan, llevados de la mano de Dios como no haya alguien que lo remedie, eso que los siniestros Ejecutivos llaman la Juventud: ¿se ha dado usted cuenta de que no cantan? Hacen ciertamente mucho ruido, en especial con los cacharros electrónicos que les venden a porrillo; pero por bajo de ese ruido, están mudos para el canto: no se les oye cantar nunca (…) ni siquiera como cantaban sus tías y las criadas de sus tías y los mecánicos del garaje de su abuelo o los gañanes de las tierras de su tatarabuelo».

No cantamos, pero nos mandamos canciones por correo o por WhatsApp. Willie Nile, Wovenhand, Son Volt, Jason Isbell, Mark Eitzel, Phoebe Bridgers. En la feria del libro de Mérida siempre hay conciertos: están los escritores hablando de sus obras: Rui Díaz, Ramón J. Soria, Isaac Rosa, Marino González Montero, Israel J. Espino, José Ramón Alonso de la Torre, Benjamín Prado… y luego hay música, en directo. Antonio Muñoz Molina me habla de la necesidad de la rebelión cotidiana, del activismo de lo cotidiano. Unas ciudades con un pequeño comercio activo son ciudades más seguras, se crea comunidad, hay solidaridad entre los vecinos y pueden paralizar desahucios. En estos tiempos de exaltación de lo propio (la bandera, la patria) como si fuéramos parte de un imperio fantástico y mejor que el resto de las naciones, hay que reivindicar lo que es más nuestro: la frutería del barrio, la ferretería del barrio, la librería, la papelería, la tiendita de abalorios y de tocados que alguien teje con sus manos, ese lugar mágico donde comprar té del bueno o especias y legumbres a granel. El aceite de Monterrubio de la Serena o de Gata o de Los Santos de Maimona, esa maravilla que es el pimentón de La Vera, que yo ando en un tris de echárselo hasta al café, el garbanzo de Valencia del Ventoso, los tomates, nuestro arroz: lo que crea comunidad y tejido.

«Comunicarse, dice Alana Portero [lean a esta mujer] debería parecerse al acto de tejer. Algo lento, agradable, complejo, que a veces hay que desandar y, aunque no siempre sale como una espera, siempre tiene una conclusión bien tramada». José Luis Fernández Casadevante, al que llevo quince años llamando por el nombre por el que le conoce todo el mundo, Kois (tardé mucho en saber que se llama José Luis), y que es el padre del hijo de una de mis amigas más amigas, escribía esta semana: «Tenemos la responsabilidad de conjurarnos en la protección de los servicios públicos, de los procesos de cooperación público-social y la gestión ciudadana de equipamientos con perspectiva comunitaria, en evitar que los cuidados y el feminismo vuelvan a salir de la esfera pública; en mantener los novedosos apoyos a la economía social y solidaria, a la agroecología y el derecho a la alimentación; el blindaje de los procesos de renaturalización y lucha contra el cambio climático, o de medidas en vivienda y urbanismo más audaces, así como dar continuidad a luchas de largo aliento contra los desahucios, la turistificación, la proliferación de casas de apuestas en los barrios, o la defensa de los centros sociales».

En los libros (tanto en poesía -véase Brenda Ríos, editada por Liliputienses- como en novela -volvemos a nombrar a Isaac Rosa o al propio Muñoz Molina-) se habla mucho más ahora del trabajo: de cómo el trabajo, o su carencia, conforma las relaciones sentimentales o las destruye o cómo afecta a nuestra salud mental. Esta semana, la Organización Mundial de la Salud reconocía el síndrome del quemado: patologizamos el hecho de que las condiciones laborales, en todo el mundo, sean una auténtica mierda. Lázaro Santano y Merche García-Jiménez, psicólogos (pilotan un proyecto maravilloso que se llama Diagnóstico Cultura), decían que este supuesto síndrome no solo es consecuencia de unas condiciones laborales pésimas, sino también de un sistema donde nuestros gobernantes han sacrificado los pilares del estado del bienestar y normalizamos la precariedad.

Christopher Nolan nos contaba, en Dunkerque, esa película «que, si me apuras, no es ni bélica», como dice mi hermano Nacho, cómo un hombre (o una mujer: para el caso, da lo mismo) puede luchar para sobrevivir. Hay muchos frentes abiertos: necesitamos más cultura, más formación, más rebelión cotidiana y diaria, cuidados, tejer redes con mucha paciencia, tejer, tejer… y cantar mientras tejemos.