En la sala pacense Teatro Aftasí, la compañía Aran Dramática ha estrenado este fin de semana con éxito ‘Soy un triunfador’, un monólogo escrito e interpretado por Jorge Moraga con dirección de Eugenio Amaya.

A Moraga, que lleva varios años trabajando de comodín artístico en la compañía, lo he conocido como ayudante de dirección de Amaya en varios espectáculos exitosos, como sustituto en ocasiones de algunos actores de reparto en las producciones de la compañía (donde sus interpretaciones sorprendían porque eran tan valiosas como las de los actores que las protagonizaban) y, últimamente, como director escénico del texto ‘La Torre’ de Amaya, un trabajo que resultó muy meritorio en el 40 Festival Internacional de Teatro y Danza Contemporáneo de Badajoz, celebrado el pasado año. Pero ha sido ahora cuando he podido apreciar su talento polifacético en este espectáculo sencillamente genial que entra por la retina y que sacude el cuerpo en distintos momentos del relato.

El texto ‘Soy un triunfador’ se crea partiendo del guión de un cortometraje —que lleva el mismo nombre— realizado en 2012 por Moraga (licenciado en comunicación audiovisual), que recibió en el Festival de Cine Express de Badajoz el Premio a la Mejor Interpretación (brindada también por él). Cortometraje que Aran Dramática conocía y se había interesado en convertirlo en una obra teatral, proponiendo al autor la escritura de un nuevo texto que profundizara de la vida del ‘triunfador’, dando la oportunidad a Moraga de demostrar sus capacidades artísticas.

El argumento de la obra nos presenta a un personaje (José Miguel) que aparece alterado y algo desaliñado en un bar ofreciendo con suspicacia una pasmosa narración —alternándola con el camarero y el público pasivo— en la que se considera un triunfador, un tío que lo que quiere lo consigue y que se come el mundo, aunque cree que está condenado al ostracismo porque no se le reconoce como merece. Pero en el soliloquio también se transluce la realidad lo que le ocurre a José Miguel, un hombre corriente de vida mediocre y desgraciada, que está sufriendo un trastorno delirante transitorio tras haber cometido un homicidio involuntario. Al final se descubre que ha matado de un golpe a su madre en un momento de arrebatada discusión, en la que se había sentido celoso porque un hermano menor —el verdadero triunfador— era el hijo preferido.

Moraga logra un monólogo dramático perfectamente hilvanado en los matices de la soledad de un hombre en el que repentinamente brota el trauma y el estrés de un episodio paranoico desencadenado por la muerte del familiar. También las virtudes de una historia construida con buen pulso en la crisis que el personaje trata de liberar con un discurso sistematizado, elaborado y coherente, sin grandes contradicciones. Y todo con mucha ironía de la vida y con veta de humor negro en lapsos donde José Miguel se cree empírico, altruista, filósofo, científico... Alguien autodidacta que ha aprendido en la universidad de la barra de un bar, que para él «es un templo donde se tratan temas más serios que en el Congreso de Diputados» (dice); y que sabe jugar, a lo largo del discurso, con frases como «¿un triunfador nace o se hace?», situándola en ese contexto existencial parecido al del famoso soliloquio de Hamlet. Cuestión que concluye cuando se derrumba dándose cuenta del crimen cometido: «El triunfador ni nace ni se hace. El triunfador se muere».

La dirección de Eugenio Amaya, que conoce muy bien el talento de Moraga, logra en el pequeño espacio de la sala Aftasí que todas las complejidades del texto vuelen rápidas en un montaje ágil, absorbente y rotundo, de los que no necesita muchos medios para plasmarse, pues acaba valiéndose —con la barra del bar frente al público— por sí mismo. Se nota que desde los ensayos hay compenetración máxima Amaya-Moraga tanto en el trabajo dramatúrgico como en el escénico, de esas que refuerzan las virtudes de los textos y subsanan sus debilidades.

Amaya parece que ha cosido a mano su montaje teatral (emulando a maestros artesanos como Peter Brook), que fluye con gran naturalidad poniendo a bailar un duende perfectamente expresivo de la pena y sus alivios. Y Moraga en su elaborada interpretación, explorando con inteligencia y sensibilidad la pulpa del corazón del drama, brilla y triunfa porque todo en él —la armonía de la voz, gestos, movimientos, sorpresas, humor y emociones— late a un ritmo uniforme, excepcional.

La representación fue muy aplaudida por el público asistente puesto de pie.