Arnold Bennett fue un escritor inglés, prolífico y brillante hasta su muerte en 1931, que encima se forró con su arte, y hoy es casi ignoto. Culpemos a Virginia Woolf, una snob tan horripilante que a su lado los protagonistas de Downtown Abbey parecen joviales okupas andaluces.

Un pasatiempo favorito de los pijos siempre ha sido el fiscalizar a todo curriqui que se atreva a escapar de la cadena de montaje, y la biografía de Bennett era afrenta pura: hijo de prestamista, autodidacta desde los dieciséis, oficinista que leía a Zola en francés y encima creó novelas que lo petaron. Bennett se compró dos yates gracias a sus ventas, y en alguna ocasión bromeó sobre los artistas pudientes que alardeaban de escribir por amor al arte.

D. H. Lawrence, por ello, describió a Bennett como «un cerdo que nada en la abundancia»; Bertrand Russell le llamó «vulgar»; T. S. Eliot se mofó de su «desagradable acento cockney»; y el repugnante Wyndham Lewis desdeñó sus «orígenes de verdulero». La peor fue Virginia Woolf, esa estirada sardina en salmuera con ojos de bassett ensimismado. En Mr. Bennett and Mrs. Brown (1923) la autora pisoteaba a la vieja guardia (el Dr. Watson era un personaje «de paja», lo de H. G. Wells «ni siquiera eran libros» ), para luego afirmar la superioridad artística de los modernistas (guays como ELLA). Bennett, concluía, se perdía en la descripción de empleos y hogares de la clase media-baja, en lugar de concentrarse en la tempestuosa vida de las emociones. La Woolf, con la candidez de la época, confesaba haber extraído tales conclusiones de varias charlas con su «cocinera».

Cuando Bennett estiró la pata, la Woolf incluso realizó el equivalente aristócrata de acuclillarse y defecar en tumba ajena: una elegía donde remachaba que Bennett tenía «la visión de la literatura propia de un tendero», que era «intolerablemente prosaico» y estaba «atosigado de éxito» (envidia cochina, pues a la Woolf solo la leían cuatro momias de Oxford).

¿Qué carajo había hecho Bennett? En 1923 publicó la pieza Is the novel decaying? donde afirmaba que los nuevos escritores ponían todo el énfasis en parecer ingeniosos pero ninguno de ellos creaba personajes creíbles, y citaba como ejemplo La habitación de Jacob. Virginia, a quien no gustaba que el servicio hablase cuando no era interpelado, dedicó su vida a eliminar todo rastro de Bennett del canon literario.