El mundo la llamaba La Superba, como a Maria Callas la llamó La Divina y a Joan Sutherland La Stupenda. Se cuenta que, tras su debut en el Carnegie Hall, The New York Times tituló: Callas + Tebaldi = Caballé. Digo «se cuenta» porque solo encuentro referencias, atribuidas al NYT o a algo tan abstracto como «la prensa estadounidense». A mis hermanos y a mí nos lo contó mi padre cuando éramos pequeños. «¿Qué es tebaldi?». «Niña, ¡Renata Tebaldi! Una de las mejores cantantes de ópera del mundo». Él se quejaba de dos cosas: de la cobardía que supuso que le hubieran dado el Príncipe de Asturias de las Artes a siete cantantes líricos a la vez, en lugar de un año a Alfredo Kraus y otro a Montserrat Caballé (y a nadie más) y de que la Caballé, para muchos, solo fuera «una señora gorda que cantaba ópera» y no la mejor voz femenina del siglo XX.

Es decir, yo crecí con la voz de esta señora, lo mismo que crecí con la voz de Alfredo Kraus y tuve el privilegio de verla actuar, con mi padre, en el teatro romano de Mérida. Se han escrito muchas palabras sobre ella: en todo el mundo. Pero ninguno ha puesto el dedo en la llaga como Jesús Ponce, director de cine (y magnífico escritor) que trabajó con Caballé realizando un documental en 2002. Ponce recupera un texto suyo de hace tres años: «A pesar de que ingresó en el Liceo a la edad de 11 años, dormía en la calle con su padre pues les expropiaron su casa por la guerra y se pagaba esos estudios por la intervención de un mecenas que se apiadó de ella y vislumbró su talento. (…) Estuvo durante la guerra acogida por monjas y trabajaba en un sótano fabricando pañuelos de noche. En esos años pasó muchísima hambre.

Rechazada sistemáticamente por los centros importantes de España en unos ambientes de alto nivel adquisitivo, casi sin dinero, se fue a intentar entrar en la Scala de Milán, donde obviamente no se accede llamando a la puerta. Pero tras encontrarse con una negativa, siendo aún muy joven, se sentó en las escaleras, pasó un hombre que la vio llorando y le preguntó qué le pasaba.

—’Que quiero que me admitan y no me dejan’— dijo con la inocencia propia de la casi niña que era».

Al final, entró. En cuanto la escucharon.

Ponce dice que no percibió rencor alguno: «Lo cuenta como cosas que, simplemente, han ocurrido». Escribió el texto cuando saltó la noticia de que defraudó a Hacienda. Y dice: «Francamente, sabiendo como sé de primera mano cómo la ha tratado España, mi particular opinión —que no tiene por qué ser la de ella ni la de quien lea esto— es que España le debe mucho y ella no le debe nada».

Eso también lo decía mi padre, de ella y de Kraus. En aquel documental, dice, hay imágenes de la cantante paseando por Berlín, donde la gente la para por la calle, «mientras que en España se la recuerda mayormente como la gorda de la lotería». El Liceu de Barcelona se reconstruyó gracias a una donación suya, hizo que Sevilla tuviera una programación de ópera y puso a Barcelona en lo más alto con un tema que aun hoy tiene más de ocho millones y medio de reproducciones solo en Spotify. Ese dúo le valió una amistad estrecha con Freddie Mercury hasta la muerte del cantante.

Caballé reía mucho, era amable pero directa en sus demandas (demandas que solo puede hacer quien tiene una grandísima formación musical). Margalit Fox, de The New York Times, destaca «su habilidad para cantar pianísimos persistentes, esos pasajes silenciosos que se encuentran entre las pruebas más exigentes del temple de un cantante y que conllevan controlar la fuerza del diafragma y la respiración como lo haría un atleta».

Y, siempre lo decía: «Yo estoy al servicio de la música». Es algo que se les olvida a muchos cantantes: que tú estás al servicio del compositor, que es, lo llamaba ella, «el verdadero genio».

Tú la oyes cantar y piensas que esa mujer solo mueve la boca, porque es imposible que esa clase de voz salga de garganta humana alguna. Cuando a Maria Callas le preguntaron quién podía sustituirla, dijo: «Solo Caballé». Ella le regaló unos pendientes, impresionada por la fuerza de la interpretación de Caballé en Norma. Nunca se los puso: le parecía un sacrilegio. No solo le debemos que Sevilla pensara en el Maestranza (es el Maestranza: la Maestranza es la plaza de toros) y que se reconstruyera el Liceu en tiempo récord. También la recuperación de gran parte del repertorio romántico olvidado hasta la segunda mitad del siglo XX.

Eso sí: se le criticaba que no era actriz (ella estaba de acuerdo) y que, como decía el crítico Will Crutchfield ya en 1986: «Es un chiste recurrente en el mundillo que la señora Caballé está disponible por solo un limitado número de cancelaciones esta temporada».

Eso sí: cuando aparecía por el escenario no había voz más bella en el mundo. Puede que hubiera artistas más versátiles, programadores más arriesgados, intérpretes con mejor dicción o más incisivos. Pero uno iba a un concierto de Caballé, lo dijo también otro crítico, Tim Page, «con la esperanza de ser transportados».

Porque no hay voz más bella en el mundo.