China está capacitada para organizar unos JJOO, pero es dudoso si lo está para lidiar con una campaña de descrédito global, como ha demostrado tozudamente. La mayor amenaza es la política. El acoso a la antorcha tras la revuelta tibetana colocó a China contra las cuerdas. Meses después, la situación en el Tíbet y zonas aledañas está controlada y se ha restablecido el diálogo entre el Dalai Lama y Pekín, pero grandes sectores del exilio tibetano son partidarios de arruinarle los JJOO a China. La posibilidad de que el Dalai Lama acuda a la ceremonia de apertura para sellar la paz es improbable.

Por contra, el cambio de Gobierno en Taiwan ha dado aire a Pekín, que temía algún acto atrevido del anterior ejecutivo independentista bajo los focos olímpicos. Perdura la amenaza de la ilegalizada secta de Falun Gong, que en el pasado consiguió piratear la señal de la televisión pública o rodear Zhongnanhai, el complejo donde viven los mandatarios chinos. El peligro al terrorismo uigur ha reverdecido en los últimos meses tras los dos intentos de atentados aéreos arruinados por la policía.

Sin embargo, no hay nada más peligroso que la gestión de los miles de periodistas previstos en Pekín, con menos conocimientos sólidos del país que prejuicios. Las manifestaciones o llevar una camiseta protibetana está prohibido en China, que advierte que no habrá excepciones. Hay dudas sobre cómo actuará China cuando se produzcan, y de su mano izquierda dependerá que los JJOO no se recuerden por aspectos extradeportivos.