El día en que se prendía en Atenas el fuego olímpico, símbolo de la paz, a Yang Chunlin le caían 5 años de cárcel por incitar a la subversión y manchar la imagen china. Yang había denunciado la expropiación de tierras de campesinos en internet en un escrito titulado: "Queremos derechos humanos, no Juegos Olímpicos". En él se preguntaba por qué el Gobierno invierte millones de yuanes en los JJOO cuando hay necesidades más urgentes.

Ser disidente político es de por sí peligroso en China, y mucho más si se ataca a los Juegos, que deben servir para mostrar al mundo la publicitada Sociedad armoniosa. Así se entiende la reacción furibunda contra el dalái lama, acusado de pretender dinamitar la cita olímpica.

El líder religioso animó hace dos semanas a sus seguidores a aprovechar el acontecimiento para denunciar la situación en la región del Himalaya. Al día siguiente empezaron las protestas que desembocaron en una cifra aún indeterminada de muertos. China no duda de la relación causa-efecto.

"Es una fiera que lucha a sangre y fuego contra el enemigo. El dalái lama es un monstruo con rostro humano y corazón animal", decía el secretario del Partido Comunista del Tíbet, Zhang Qingli. No extraña por tanto el mensaje de Zhang ni del resto de políticos de la remota zona, anclados en la Revolución Cultural y aún ajenos al mundo al que China se abrió hace 30 años. Pero sí extraña que Wen Jiabao, primer ministro y diplomático bregado, se abonara al discurso y llamara mentiroso e hipócrita al líder religioso. No hay nada que Pekín cuide más celosamente que sus Juegos.