Había un entrenador sin licencia con cadenas de oro al cuello y aire de freakie calabrés, había un montón de jugadores bajitos con serpientes tatuadas en el bíceps y mucho patio del Bronx en sus venas, había holandeses fibrosos, alemanes larguiruchos y finlandeses lechosos. El Melilla tenía muy poco glamour, pero le sobraba sangre callejera y ganaron. Así es la LEB, divertida y navajera, alocada y peleona, como un vino en tetrabrik o un chorizo de Pamplona.

En un segundo, el que tardó el aro en escupir el intento de triple de Oscar Rodríguez, la afición entendió lo que le espera: los viernes de la LEB serán guerrilleros, se acabó el caviar y para volver a comerlo habrá que tragar antes mucho chope. Aunque en los prolegómenos allí parecía que no había pasado nada: las dos gradas laterales llenas, interesante revista regalada por el foro de peñas, los mismos bombos generosos, Sallier en la cancha, Saponi en el palco... Parecía la ACB, pero no lo era.

El público parecía despistado, pero el Melilla se escapaba, Sallier no salía del vestuario, el banquillo cacereño estaba más solo que Cánovas un domingo de agosto y el pobre Higgins rodaba por el suelo dolorido y magullado...

Fue entonces cuando la afición adivinó que aquello no era ballet y que aquella ONU mandada por un serbio en camiseta tenía más peligro que una rumbera en el Pryca . Retornaron los gritos, la épica y el espíritu de la agonía. Pero ganó el coro de Eurovisión y ahora lo celebran con chope.