Siempre hubo serias dudas acerca de la solvencia de las pruebas que vincularon al expresidente de Brasil Luiz Inácio Lula da Silva con dos casos de corrupción --Lava Jato y Petrobras-- que finalmente sirvieron para apartarlo de la carrera presidencial, condenarlo y encarcelarlo. La información difundida por The Intercept no hace más que confirmar la muy fundamentada sospecha de que todo fue un escandaloso montaje urdido por el universo conservador, confirmada por el intercambio de mensajes, filtrados por una fuente anónima, entre el fiscal Deltan Dallagnol y el juez Sergio Moro, hoy ministro de Justicia en el Gobierno de Jair Bolsonaro. Dicho de otra forma: a la vista de los vaticinios de todas las encuestas, que daban a Lula vencedor en la elección presidencial de 2018, una parte del establishment brasileño llegó a la conclusión de que la única forma de vencerlo era expulsándolo de la carrera. La solidez de los datos que aporta la publicación digital, sin ser definitivos, llevan a pensar que nada de lo hecho por los tribunales desde la destitución de la presidenta Dilma Rousseff hasta la elección de Bolsonaro está legitimado por la aplicación estricta de la ley y que, por el contrario, procede revisar con lupa todo lo hecho, en especial la condena de Lula. Brasil ya tiene su Watergate particular, del que difícilmente podrá salir indemne el entorno de Bolsonaro, y antes de Michel Temer, salvo que cuente con cómplices y medios para ahogar la política en un lodazal.