Escucho mientras escribo estas líneas que este es el último fin de semana de precampaña, antes del inicio de la campaña electoral (viernes 12 de abril) de las generales del 28-A. El lunes 29 comenzará la precampaña —aunque yo creo que ya ha empezado— de las europeas, autonómicas y municipales del 26-M.

Podría decirse que este solapamiento de campañas y precampañas es producto excepcional de la cercanía de dos procesos electorales tan importantes, pero no sería exacto. Es cierta la excepcionalidad, pero no es menos cierto que la sociedad ha experimentado algunos cambios que nos permiten proponer otra hipótesis.

En primer lugar, el cambio del bipartidismo al multipartidismo aumenta la competitividad. Para el mismo número de votantes se ha multiplicado por más de dos la oferta electoral. Al incrementarse la competencia, los partidos han entendido que tenían que aumentar proporcionalmente sus herramientas propagandísticas, que empiezan mucho antes de la precampaña y terminan mucho después de la campaña.

En segundo lugar, y como producto del creciente poder de los medios de comunicación de masas (incluido Internet), es tan importante quién gana las elecciones como el relato que se construye a posteriori. Ese relato trata de optimizar la imagen de la organización a la luz de la comparativa entre su resultado y el de los oponentes. Nace así la postcampaña, que tiene una duración indeterminada, incluso de años, como ocurrió con la teoría de la conspiración sobre el 11-M sostenida por el PP durante toda una legislatura tras la derrota electoral del 14-M de 2004.

En tercer lugar, la postcampaña y el multipartidismo, sumados, suponen un crecimiento exponencial de las necesidades de venta de los argumentos políticos, puesto que ya no hay un solo perdedor y un solo ganador como antes. Ahora ya no basta un solo relato, sino que son necesarios varios para oponer el propio al de los demás oponentes. Varios relatos necesitan de más recursos publicitarios, de más tiempo y de más vías de acceso a la ciudadanía.

En cuarto lugar, los grandes intereses de la sociedad durante el siglo XX (la paz mundial, la consolidación de la democracia o la construcción del Estado de bienestar) han dejado paso a una fragmentación de intereses sectoriales casi infinita que obliga a los partidos a construir microrrelatos destinados a grupos sociales más o menos específicos (mujeres, jóvenes, pensionistas, personas dependientes, ecologistas, animalistas, personas LGBTI, profesionales de distintas ramas, etc., etc., etc.). La fragmentación del relato en microrrelatos incrementa aún más la necesidad de construir argumentos de venta y, por tanto, de ocupar más y más minutos para exponerlos, en una loca carrera sin fin.

En quinto lugar, el incremento de la democracia interna de los partidos, ha sumado a las campañas electorales convencionales las campañas orgánicas llamadas «de primarias» que, aunque sean inicialmente internas, no solo obligan a los partidos a emplear gran cantidad de tiempo y energía, sino que acaban trascendiendo al exterior con todo lo que ello conlleva.

La precampaña, la campaña, la postcampaña y las campañas internas han construido lo que ya puede denominarse, parafraseando a Trotsky, la campaña permanente. Lo que para el revolucionario ruso era una utópica necesidad de sostener en el tiempo los mecanismos de disrupción social, para los partidos de masas es la necesidad real de sostener en el tiempo los mecanismos de publicidad política.

La gran paradoja de este hecho es que si normalmente la mayor competencia en un mercado genera mayor creatividad entre los rivales, en el caso del mercado electoral ocurre casi exactamente lo contrario. Me sigue asombrando que los gurús de los partidos, que cobran cantidades insultantes de dinero por asesorar, sigan creyendo que los mítines, los eslóganes, las entrevistas convencionales o los debates al uso siguen siendo buenas estrategias de venta. El partido que ha decidido hacer una no-campaña ausentándose de los espacios normativos es del que más se habla estos días: este hecho debería obligar a reflexionar a todos los «profesionales» de la mercadotecnia política, y también a los partidos que prefieren dejar la llave de sus organizaciones en las manos desideologizadas de vendedores de magia.