Para los miles de personas que estos días han plantado sus reales en las plazas de muchas ciudades españolas los banqueros son los malos de la película. No van muy desencaminados. Pero ya no hay que verlos como aquellos usureros distinguidos, enfundados en una levita. En estos tiempos de globalización algunos se han transformado en ingenieros financieros, en alquimistas, que cometieron el error de crear unos productos, los famosos derivados y bonos basura, gracias a unas fórmulas matemáticas y estadísticas tan difíciles de entender. A corto plazo, les permitían ganar millones de dólares en comisiones. Aprendices de brujo que, luego, han salido de las catástrofes que ellos mismos habían provocado no solo indemnes, sino incluso enriquecidos. ¿Cómo no van a indignar a unos jóvenes en busca de trabajo, o a un padre de familia que suda tinta para llegar a final de mes, las escalofriantes cifras que los poderes públicos están destinando a salvar a muchas entidades bancarias, mientras quienes las llevaron al precipicio no solo se van de rositas, sino que en muchas ocasiones siguen a su frente, con sustanciosos sueldos?

Los políticos aseguraron que pondrían coto a tales desmanes. Por ahora, los esfuerzos en este sentido no parecen tener mucho éxito. Basta con ver el equipo que ahora asesora a Obama en estas materias para comprobar que son los mismos perros con distintos collares. Por alguna extraña razón los reguladores, como ahora se llaman quienes han de supervisar a los banqueros, parecen impotentes para meterles en cintura. Les tienen un temor reverencial que provoca desesperanza entre quienes claman por una reforma a fondo. Es lógico que algunos, sobre todo los más jóvenes, impotentes, den rienda suelta a su indignación y descarguen adrenalina en acampadas y manifestaciones. No sé si conseguirán algo, pero nadie puede privarles del derecho al pataleo.