Desangelado homenaje el que ayer tributó el Congreso a la Constitución, tratándose de su 30º aniversario. Triste, pues toda celebración lo es cuando ETA, cobrándose otra vida, nos recuerda que sigue inconclusa la plena recuperación de las libertades que simbolizó el referendo constitucional. Triste e impostado, porque incluso quienes defienden la vigencia del texto --pura retórica: seguirá en vigor mientras no se derogue-- anhelan su reforma. A la Carta Magna le sobran hagiógrafos, pero no tiene quien la festeje sin suspirar por un texto bien distinto del original.

Tan compleja política y procedimentalmente es la revisión, que nadie atisba el momento oportuno de abordarla. Más vale así. Porque ya nadie agitaría el espantajo de un golpe militar que restaurase la dictadura, tan útil en 1978 para apelar al seny de los catalanes --no al de los vascos, insaciables-- y así limitar nuestro autogobierno, pero a buen seguro que los grandes partidos sucumbirían a la tentación de desandar el camino de la descentralización. La experiencia de tres décadas del Estado autonómico no ha hecho sino agudizar la pulsión centralista, ahora afortunadamente incruenta.

Este pronóstico nada tiene de aventurado: se fundamenta en decenas de conversaciones con políticos de todo signo que se duelen de las disfunciones de un modelo territorial con 17 administraciones superpuestas a la del Estado, y también de que la voracidad autonómica ya no sea monopolio de los nacionalismos. En efecto, el café para todos, lejos de diluir como se pretendía la distinción constitucional entre "nacionalidades y regiones", ha exacerbado las aspiraciones de las primeras y ha contagiado del espíritu reivindicativo a las segundas. O, mejor dicho, a sus clases dirigentes, que, para consolidar sus jugosas prebendas y hacerse respetar por el electorado local, se sienten obligadas a alzar la voz con igual ardor que cualquier nacionalista que se precie.

Con este trasfondo, no es de extrañar que en Madrid empiecen a escucharse, cada vez menos tímidamente, voces de políticos, juristas llamados de prestigio y comentaristas de todo pelaje que abogan por que el Estado recupere, mediante una reforma constitucional pactada entre los dos "partidos nacionales", algunas de las competencias en mala hora cedidas a las autonomías.

El Gobierno, por ahora, camufla esa recentralización bajo una amable llamada a la "coordinación" autonómica, a la espera de que el Constitucional, en un fallo interpretativo del Estatut, relea a la baja la ambigua textualidad de la Carta Magna, blindando el poder estatal y acotando el territorial. Paradójico, si así acontece, que la cruzada federalista catalana sirva al fin a los intereses de la España más unitarista.