Es posible que tocar techo no sea posible si antes no se ha tocado fondo o, en otras palabras, que de no haber perpetrado en 2004 la desastrosa The ladykillers tal vez los Coen no habrían sido capaces de entregarnos ahora la que posiblemente sea la mejor película de su carrera, de restablecer el orden en su universo sirviéndose de una materia prima --el relato de tintes bíblicos del novelista estadounidense Cormac McCarthy-- que, por un lado, resalta sus dotes como cronistas excéntricos de la personalidad americana y, por otro, mantiene bajo control su esteticismo y su humor siniestro. De hecho, esta película es terriblemente triste, y está llena de melancolía, y de pesimismo, y de inaplacable violencia, suministrada por ese ángel exterminador llamado Anton Chigurh. El personaje que tan bien interpreta el actor español Javier Bardem es un ser sobrenatural, un alien, porque no pueden ser de este mundo ni su amoralidad ni su conducta, ni ese código ético tanto más monstruoso en cuanto que resulta inexplicable. Y mientras Chigurh persigue al insensato Llewelyn Moss, y el sheriff Bell persigue a Chigurh, los Coen los persiguen a los tres para crear puro suspense y hasta destellos de terror, observándolos con una paciencia, un rigor, un ascetismo y una precisión que no se les conocía, y creando con esa mirada una atmósfera sombría, cruel y elegíaca. Los hermanos Coen desechan los clímax, en buena medida porque están menos interesados en quién se sale con la suya que en los instintos animales que instan a los personajes a seguir adelante, a darlo todo para recordarnos la sed de sangre y el afán por el dinero fácil que imperan donde viven, una América desalmada que no es país ni para viejos ni para nadie. NANDO SALVA