Se mordía los cachetes para parecer más delgada cuando no tenía más remedio que salir en una foto y usaba medias reductoras con los pantalones cortos en pleno verano para esconder sus piernas. Se ayudaba de la bebida para vomitar y lo primero que hacía siempre cuando llegaba a casa era pesarse. Y mentía a todo el mundo sin parar. Eran las heridas que delataban una obsesión enfermiza con su cuerpo que terminó en una enfermedad mental. Empezó con 14 años, pero todo estalló cuando se marchó fuera a estudiar la carrera. "No tenía el control de mis padres y pensé: ésta es la mía". Ahora, con 25, le pone una sonrisa a la vida y asegura que, aunque sabe que lleva una mochila a cuestas, está fuera del agujero negro, como ella misma lo llama.

Laura Sánchez Quintero sufrió anorexia y bulimia y cuenta su historia porque quiere evidenciar que los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) --como se les denomina-- están muy presentes en nuestra sociedad. Esta dombenitense, que ahora vive en Mérida y preside la Fundación de Mujeres Jóvenes de Extremadura, asegura que los datos hablan por sí solos: al menos cuatro de cada cien personas están diagnosticadas con esta enfermedad.

]Desde la Consejería de Sanidad y Políticas Sociales de la Junta de Extremadura aseguran que es difícil dar una cifra concreta de afectados porque no todos los casos llegan al sistema público. No obstante, la prevalencia en la región se ajusta al ámbito nacional: los TCA afectan a entre el 4 y el 6,4% de la población (entre el 0,5 y el 1% padece anorexia nerviosa y entre el 0,8 y el 4% sufre bulimia nerviosa).

Actualmente, 489 personas reciben tratamiento en la Unidades de Trastornos Alimentarios de la región (250 en Badajoz y 239 en Cáceres). En el caso de la anorexia, la relación es de 10 mujeres por cada hombre; y en el de la bulimia, de 10 por cada 2. Tal y como aseguran desde la Consejería, "los hombres son más reacios a realizar consultas por TCA y cuando lo hacen, es porque ya reviste cierta gravedad".

Hay una cifra más a tener en cuenta: los Trastornos de la Conducta Alimentaria fueron el 2% de las primeras consultas atendidas en Psiquiatría por los equipos de Salud Mental.

La edad más vulnerable es entre los 14 y los 25 años. "Aunque hay mujeres a las que les pasa a los 40, y muchas veces no significa que haya aparecido en ese momento, sino que lo venían arrastrando", asegura Laura.

Inseguridades

A ella le ocurrió en 3° de la ESO. "Yo era una persona insegura, me veía muy inferior a los demás y era muy exigente conmigo misma. Entonces comencé una relación con un chico y me sentí aceptada por él, de manera que siempre buscaba su aprobación. Porque yo veía catálogos de chicas estupendas en biquini y quería estar así".

Luego cambió de instituto y esa relación terminó, pero el trastorno ya germinaba en su cabeza y empezaron a aparecer las mentiras: "Yo le decía a mi madre: me voy a comer a casa de una amiga. Y cuando llegaba a casa de mi amiga decía: yo ya he comido. Pero si a lo mejor me tomaba un dulce de postre, me obligaba a vomitarlo. Porque yo tuve anorexia y bulimia a la vez. En resumen, lo primero es que no comes; lo segundo, que comes y vomitas".

"Si veía que estaba más delgada, paraba, pero si engordaba un par de kilos, empezaba otra vez. De manera que es un machaque total el que te haces a ti misma".

Cuando notó que su profesor de Educación Física se estaba dando cuenta paró para que no la descubrieran. "Porque este es otro síntoma de la enfermedad: si nosotras no queremos, nadie se entera de nada. Porque, como me decía mi psicóloga, somos unas perfectas mentirosas, sabemos muy bien qué mentira decirle a cada persona".

Hasta que se fue a estudiar la carrera a Salamanca y sintió que tenía vía libre: "No fui alcohólica, pero sí es cierto que como me costaba mucho vomitar bebía en exceso. No es que lo hiciera siempre, pero sí que fue uno de los ‡'métodos' que usé".

Tenía 19 años cuando estaba en la parte más profunda del agujero. "Llegaba a Don Benito y lo primero que hacía era pesarme. La gente me decía que estaba más delgada y yo respondía que lo único que hacía era comer sano".

En Salamanca compartía piso con sus dos primos (los tres, paradójicamente, estudiaban Educación Social) y llegó un momento en que ellos empezaron a notar que Laura siempre desaparecía a la hora de comer. "Yo era la que cocinaba en esa casa porque me encanta hacerlo pero luego les aseguraba que ya había picoteado y me iba. Y me moría de ganas por comer, porque es lo que más me gusta del mundo".

]Recuerda que un día, en la facultad, había una charla sobre trastornos de la alimentación. "Y claro, ese día no fui a clase". Cuando sus primos volvieron de la conferencia ya sabían que Laura tenía un problema serio. "Me propusieron que hiciera un test de una página web de un centro especializado, pero me negué porque tenía clarísimo lo que me pasaba, porque yo había peleado por adegalzar y era consciente de cuáles eran las consecuencias".

En la insistencia por ayudarla hubo un momento de tensión con su prima que acabó con una agresión física. En ese momento se dio cuenta de que había tocado fondo. "Hice el test. Si el resultado era más de 30 puntos debía acudir al médico. Saqué más de 100... Entonces sí que me asusté, porque soy hipocondríaca y sé que hay chicas que terminan muriendo. Es una mezcla de sensaciones muy rara, porque te sientes valiente y cobarde a la vez".

Un centro privado

Al día siguiente acudió al centro y decidió quedarse. "Hacía allí todas las comidas importantes y estaba vigilada todo el tiempo. Pero mis primos se comprometieron a hacerse cargo de mí y entonces podía dormir en casa por las noches". Así estuvo nueve meses y después otros nueve más en que la terapia se fue suavizando. En total, año y medio de tratamiento. "Era un centro privado así que menos mal que tenía el seguro escolar que se hacía cargo de la mitad de los gastos, aún así mis padres tuvieron que pagar más de mil euros cada mes", recuerda Laura. Y añade que, aunque hay recursos en la sanidad pública, son insuficientes "porque se necesita una vigilancia de 24 horas durante muchos días".

¿Cuándo se enteraron sus padres? Cuando ya había pedido ayuda a profesionales. "Sobre todo tuvieron un gran sentimientos de culpabilidad por no haberse dado cuenta. Pero no lo merecen, porque aquí no hay culpas, además, no sirve de nada".

Del centro tiene grabado una compañera que se alimentaba a base de doritos y cervezas, una señora de 50 años y que la pesaban todos los lunes y viernes: "Pero me lo hacían de espaldas, yo nunca supe lo que marcaba la báscula".

Durante el tratamiento tuvo que someterse a la terapia de choque de contar lo que le pasaba a todo su entorno y seguir unas pautas --como la prohibición de cocinar-- que no siempre se entendían. "Yo tenía que coger un plato y poner en él lo que me iba a comer. Y esa era mi comida, ni más ni menos". Recuerda un enfrentamiento que tuvo su padre con un camarero que le insistió para que pidiera algo más: "Le dijo: mira, mi hija tiene anorexia y no va a tomar nada más. En ese momento me sentí muy reconfortada. Porque hay padres que les dicen a su hijo o hija que tiene este problema: ¡No digas nada eh! ¡A ver qué va a pensar la gente".

Asegura que ella ha tenido la suerte de no recaer en estos cuatro años, pero sí ha vivido momentos de estrés y preocupación, por ejemplo, por no encontrar trabajo, y no ha podido evitar que un pensamiento negativo se colara en su cabeza: "Siempre tienes que estar alerta porque lo que hacemos es canalizar la ansiedad a través de un problema con la comida".

Ahora Laura trabaja en piso tutelado con personas discapacitadas y hace de voluntaria para ayudar a quienes han pasado por el mismo infierno que ella.

No sabe cuándo fue la última vez que se pesó, se siente bien con su cuerpo --"he aprendido que no pasa nada porque no me gusten mis piernas"-- y quiere lanzar un mensaje positivo de que la lucha merece la pena. Pero también otro de denuncia: "¡Si es que hasta el móvil tiene una aplicación que te adelgaza la cara en las fotos si tú quieres!", expresa con indignación.