TUtnas mujeres musulmanas discuten: ¿qué se puede hacer para no provocar a los hombres? Van poniendo ejemplos y contra-ejemplos hasta que una de ellas dice: mujeres, no os preocupéis, el problema no está en vuestros vestidos sino en sus ojos. El grupo la mira un momento y se apresura a decir, si, ya, claro, eso ya lo sabemos. Y siguen su inútil conversación de sobremesa. La silenciosa observadora quería contar que el deseo de los hombres no es responsabilidad de las mujeres, que es inherente a la naturaleza y que algún motivo habrá para que Dios crease esa pulsión que nos empuja los unos hacia los otros. También habría añadido que en realidad todos aquellos que postulan sobre cómo deben vestir, comportarse o ser las mujeres, lo que más temen sería descubrir que ellas también desean, piden, quieren ser satisfechas y sienten tanto o más que ellos ese impulso vital que es el sexo. Pero entonces el hombre tendría que preguntar y pensar qué hacer para complacer a su compañera. A quien conoce los secretos y sutilezas de la sexualidad femenina no le supone ningún problema, pero ay, los ignorantes reprimidos como este llamado estudioso del Corán de Melilla, qué miedo les dan las señoras que disfrutan de los placeres carnales. Por eso la solución cobarde que proponen es la de controlarlas, pedirles, por Dios, que se tapen. Pero ni así, ni con pañuelo dejan de provocar con sus curvas, sus zapatos de tacón de aguja, sus vaqueros ajustados y sus perfumes irresistibles. Ay qué tortura. Por eso este lascivo conferenciante que ha aparecido en la televisión pública de Ceuta concluye que las mujeres que despiertan lo que debe permanecer quieto entre las piernas son unas fornicadoras y que cada erección que arrancan es una fornicación. Y a él, pobre, que no le toca ni una.