A veces digo, medio en broma medio en serio, que tras esos coches de infarto, esas casas de ensueño o esos yates de película debería haber un inspector de hacienda honrado ¡y otro gallo nos cantaría! De hecho, ni siquiera el Gobierno tendría que poner en marcha los prometidos impuestos que ni han llegado ni llegarán a las clases pudientes.

Pero claro, dicho esto, inmediatamente hay alguien que añade que a los políticos se les debería hacer lo mismo, que es demasiada suerte que a algunos les toque el Gordo todos los años, o que les hagan tantos regalos, o que progresen tan rápido; otros añaden que la misma fórmula se le podría fijar a ciertas empresas, sobre todo de construcción, banca, abogados, o a algunos deportistas que el dinero les entra a chorros. La cuestión es que la lista se hace interminable y si hubiera tantos inspectores, abogados y fiscales como deberían ser, no existiría paro en este país ya que, además de a toda esta cuadrilla de supuestos impresentables, se les debería imponer, la misma medida, por ejemplo, a los chatarreros que compran el cobre o el aluminio de una urbanización, o lo que sea, de muy dudosa procedencia; o a los que manipulan los precios del mercado, sea el que sea: alimentario, agrícola, de combustibles, de telefonía.

El problema estriba en que los pocos inspectores que hay bastante tienen con fiscalizar las declaraciones de los pobres curritos y meterles un correctivo por intentar colarse en algún concepto.

Emilio J. Martín Guerrero **

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