Crescencia nació en Montehermoso en 1925 y lleva toda su vida con un estremecedor relato en la cabeza, el que le contaba su madre con frecuencia sobre el fallecimiento de su hermano: «se murió de hambre y de necesidad, me decía siempre». No había mucho que llevarse a la boca cuando acabó una cruenta guerra civil cuyo final solo acrecentó el aislamiento, la pobreza y la miseria en España. «No había ni pan para comer y no es que un día pasaras hambre, es que todos los días tenías hambre. Cuando paso por aquel prado, todavía recuerdo cómo iba a pacer hierba como las bestias. De un regato a otro, a por aderones, agrios y romanzas. Y si había suerte, mi madre las preparaba con un poco de pringue. Así era aquella época», le contaba Crescencia hace unos años a David Conde, un investigador extremeño que lleva buceando desde el 2013 en las alacenas de la memoria.

En aquellas cocinas de la posguerra había muchas hierbas como las de los prados de Montehermoso, poca carne y una cartilla de racionamiento que limitó la distribución de los productos básicos que escaseaban como el arroz, el aceite o el azúcar durante casi 13 años (entre mayo de 1939 y junio de 1952). Eso alentó el contrabando, el estraperlo y el trueque para intentar salvar la hambruna de la época, pero también el ingenio de quienes combatían las carencias dentro de las cocinas.

Mujeres como la madre de Crescencia se las ingeniaban para que se notara lo menos posible que la despensa estaba vacía, para disimular en los paladares de sus familiares los sabores de aquellas extrañas hierbas, para hacer tortillas sin huevos y hasta sin patatas, cocidos solo con garbanzos y migas sin tocino ni chorizo y, al final, para resistir y sacar fuerzas entre tanta pena y necesidad.

Y esa es una de las hazañas que pone en valor un libro que acaba de ver la luz: Cuando el pan era negro. Recetario contra el hambre en la posguerra. Es el fruto de la primera tesis doctoral sobre el hambre de posguerra en Extremadura elaborada por David Conde y dirigida por Lorenzo Mariano, quien ya había trabajado sobre el hambre en Guatemala desde la perspectiva de la antropología. De ese trabajo académico surgió esta publicación elaborada por ambos profesores de la Universidad de Extremadura, editada por el Sepad e ilustrada por José Carlos Sampedro, quien da color a esa etapa tan oscura de la historia.

El libro contiene recetas de la época: garbanzos con cardillos, tagarninas guisadas, bizcocho con harina de haba, sopas de ajo, café de achicoria, migas con bellota... Pero aunque habla de recetas, esto no es un libro de cocina, sino mucho más. «Es una obra que rescata vidas, vivencias y años de lucha y resistencia. Lo que hace importante a este proyecto es que trabaja con la memoria, que forma parte del patrimonio inmaterial de la región que demasiadas veces estamos olvidando», cuenta Conde.

Testimonios directos

Incluye una treintena de platos de la posguerra, detallados tanto en su elaboración como en sus ingredientes, aunque en cantidades que no son exhaustivas porque lo importante aquí no es emular la receta sino reconstruir la historia y «rescatar experiencias» a través de su cocina. De hecho, explica Mariano, que muchos de los platos «no son bonitos ni están ricos, pero tienen tanto o más valor que los que sí lo están».

La base del trabajo de Conde y Mariano son las vivencias contadas por los propios mayores extremeños, de cerca de un centenar de ellos. Porque documentación hay poca al respecto. «Esto es un reflejo de cómo han pasado desapercibidos asuntos como este y se explica por dos cosas: primero porque a la historia y a los historiadores les interesa más la vida de grandes hombres o cómo se han tomado decisiones en tiempos pasados mientras la vida cotidiana de la gente normal tiende a estar oscura; y hay una segunda razón que tiene que ver con nuestra manera de ver el pasado de forma tangible, pero también existe un patrimonio inmaterial que no se puede tocar como son nuestros bailes o nuestra forma de comer. Esto es un patrimonio que hay que recuperar y es, además, urgente porque nos estamos quedando sin relatos directos; es una deuda que tenemos pendiente con la gente de aquella generación», señala Lorenzo Mariano.

La historia que sí está documentada cuenta que los años de posguerra fueron muy duros para la mayoría de la población. Pese a la pobreza, las enfermedades mortales que asolaban a los pueblos y la escasez de recursos, en las cocinas se afanaban por aprovechar lo poco que había de la mejor forma posible y por mantener como fuera la estructura de platos tradicionales si no en su sabor, al menos en su estética. El cocido es un buen ejemplo de aquella época. «Como apenas había carne, el cocido quedó reducido a los pocos garbanzos que se tenían guisados con algunas hierbas como tagarninas o cardillos». Para las tortillas las mondas de naranjas sustituían a las patatas y una mezcla de agua y harina servía para hacer las veces de huevo.

Pan y polvorones de bellota

Las bellotas también ayudaron mucho a preservar esos platos clásicos en medio de tanta escasez, aunque comerlas suponía traspasar ciertos límites complejos socialmente porque eran consideradas comida de cerdos, apuntan los investigadores. «Para sustituir a la carne en las migas se le echaba bellota, porque aportaba cierta grasa para intentar mantener la receta tradicional. Hasta se utilizaba para hacer polvorones ante la falta de harina», relata Conde.

También fue relevante para uno de los alimentos clave en cada mesa: el pan. Como el trigo escaseaba, «se intentaba buscar todo tipo de salvados y legumbres para hacer un pan que se pareciera al tradicional blanco, el que tenía la potencia simbólica dentro de nuestra cultura». Y aunque en apariencia funcionara, «el pan con bellota estaba malísimo, pero era muy típico en Extremadura. Sin embargo, el pan de maíz que proponía el Gobierno como alternativa al trigo ya que desde el punto de vista nutritivo estaba bien, era rechazado porque tenía otro tipo de estética». De ahí la importancia que sigue teniendo en nuestra mesa.

Porque el pan también era uno de esos alimentos fundamentales que marcaba la distinción entre las clases sociales en la posguerra. «Valía 20 veces más de lo que era habitual». Lo era también el cocido, que se comía de noche entre las clases más pobres, «fundamentalmente porque los jornaleros no volvían a casa a comer, mientras en las más altas se comía a mediodía para reposarlo después».

Otra diferencia en la hambruna de cada hogar la marcó el mercado negro, entre aquellos que podían tener acceso al contrabando y los que no. Eso no solo determina la manera de cocinar, sino de alimentarse y sobrevivir. Y como la bellota, en Extremadura la castaña también tuvo un gran protagonismo en aquella época. «Llegó a sustituir hasta a la patata. Era un alimento con un alto valor calórico, fácil de recolectar y abundante en algunos sitios». El resultado final era cuestión de ingenio e imaginación, que se procuraba agudizar en los días festivos.

El primer huevo frito

«No había nada que celebrar porque la situación era dramática tras la guerra, pero intentaban mantener las tradiciones aunque no tuvieran ni manteca para hacer un determinado postre especial». Y a veces en estas ocasiones especiales se permitían lo que para la época era todo un manjar: «En una de las entrevistas contaba un señor que la primera vez que se comió un huevo frito fue el día de su comunión; su madre tenía gallinas pero siempre solía vender los huevos para aprovechar otras cosas, pero ese día gastó un huevo para hacérselo frito», recuerda uno de los autores.

El hambre en aquella época no afectó solo a las clases más bajas. «En Extremadura se ha pasado hambre siempre, pero durante la posguerra estuvo más extendida que nunca, a excepción de los terratenientes más pudientes o funcionarios de muy alto rango». Aún así, en los relatos recogidos para este trabajo, muchos de los mayores negaban que haber pasado hambre. «Me provocaba un poco de desconcierto porque siempre hablaban de que era el vecino, un primo o un tío el que pasaba hambre, pero nunca él o ella», recuerda Conde.

Lo habitual era sobrevivir sorteando la escasez con hambre, ingenio y picaresca, pero «como pasa en todos los lugares del mundo, cuando hay carencias se amplía el espectro de lo comestible» y en algunos casos iba mucho más allá de las hierbas y productos que se podían encontrar en el campo. «En los relatos de los mayores hay muchas referencias a cosas que no estaban en la estructura alimentaria, como las bellotas, y otras que ni siquiera se habían pensado como alimentos, lo que se llama saltos sobre los tabúes alimentarios: productos en mal estado, aves de rapiña... Aluden también a lagartos, ranas, erizos y hay relatos en los que se habla de que los gatos desaparecieron de las calles». Y hay evidencias de ello en las hemerotecas. Para preparar su trabajo, Conde consultó todos los ejemplares de el Periódico Extremadura entre 1939 y 1952 y entre las noticias destacadas encontró una en la que un veterinario daba pautas para poder distinguir cuando te daban gato por liebre. «Parece que existió, pero son productos que entran en otros límites y no los tratamos en el recetario porque no fue tampoco la normalidad, aunque se hacía puntualmente o en zonas concretas».

Aunque el libro ya está en la calle (solo en centros del Sepad por ahora), la investigación sobre la cocina para combatir el hambre en la posguerra continúa. «Seguimos recopilando platos, el proyecto sigue abierto porque hay muchas cosas que recuperar todavía. De hecho, nos gustaría que fuera mucho más ambicioso y ser capaces de construir una especie de catálogo regional de aquellas recetas, que en realidad sería la excusa para hablar de las vidas de estas mujeres y hombres que no lo tuvieron nada fácil. Los mayores lo dicen mucho, se ha sufrido y aguantado mucho en esta tierra, pero también se ha sobrevivido y merece la pena que eso también forme parte de nuestro patrimonio».