Carmen Muriel no ha dormido en toda la noche. Son tres hermanos y ella es la encargada de visitar por primera vez tras el confinamiento a su madre, María Sánchez, de 94 años. Llevan 77 días sin verse, desde que la residencia en la que vive hace dos años, San Agustín de Valdefuentes, prohibiera las visitas a cualquier persona externa por la crisis sanitaria. Nunca han pasado tanto tiempo separadas. Residen en Cáceres capital pero iba a verla cada día. Recuerda la última vez: «Vine al día siguiente de que cerraran, toqué la puerta y les rogué que me dejaran despedirme de ella. Ya no me dejaron entrar. Ha sido muy duro», reconoce. El centro es uno de los 241 de la región que no ha registrado ningún contagio por coronavirus por lo que ayer, después de preparar los protocolos, recuperó las visitas de los familiares.

Los encuentros se llevan a cabo en el patio, para evitar que las personas externas accedan al interior del centro. Llenaron todo de globos y de flores que han elaborado los residentes a modo de terapia y colgaron un cartel en el que podía leerse: «Os hemos echado de menos». Para acceder eran imprescindibles mascarilla y guantes. La residencia ha colocado además varias alfombras con lejía para desinfectar los zapatos y geles hidroalcohólicos para las manos. Y una trabajadora toma la temperatura al familiar antes de producirse el encuentro. Quieren tomar todas las medidas de precaución posibles para seguir frenando al virus.

Carmen llegó puntual. Esperó de pie a su madre, que salió en su silla de ruedas. Al verse, no pudieron contener las lágrimas: «Ay mi hija Carmen, que te quiero mucho», le gritó su madre a dos metros de distancia. «¡Qué guapa estás!», le respondió su hija. La han preparado para la ocasión. Ambas se morían por abrazarse y besarse pero no podían, el protocolo lo impide. «Quería darte un beso, un abrazo y un achuchón pero no puedo porque estoy muy constipada y no me puedo acercar a ti para no contagiártelo», le dice su hija. Es una excusa que se ha inventado para que comprenda que no pueden acercarse.

Es difícil, muy difícil después de tanto tiempo. «Es muy emocionante verla pero muy duro no abrazarla, aunque me conformo con poder estar aquí», asegura Carmen. «¡No me has traído churros!», le espetó su madre en mitad de la emoción. Su hija se los llevaba a menudo porque es una de sus comidas favoritas. «Se me han olvidado», le contestó ella. Es otra excusa. La realidad es que los familiares tampoco pueden llevar nada a los residentes. Pero a María la ha convencido: «No pasa nada hija, yo no necesito nada, con estar con vosotros me conformo», le dijo mientras le tiraba millones de besos para que los repartiera entre sus hijos, sus nietos y sus biznietos.

Detrás llegó Flori Solís que venía a reencontrarse con su padre, Engracia Solís, de 85 años («sí, ese es su nombre, por el que toda la vida le han confundido con una mujer», recuerda sonriente su hija). Desde que la residencia anunció que iban a recuperar las visitas el teléfono no deja de sonar. Tienen todas las citas completas hasta el domingo. Duran 20 minutos y reservan otros diez para desinfectar todo antes de la siguiente.

Engracia también está en silla de ruedas y en estos días de confinamiento ha aprendido a manejarla y a desplazarse despacito con ella. Nada más ver a su hija intentó una y otra vez mover la silla para llegar hasta ella. Los ojos de Flori se llenaron de lágrimas. Su padre ha vivido en su casa durante doce años pero el pasado mes de febrero tomó la decisión de llevarlo a la residencia porque no podía afrontar los cuidados que necesita. No había pasado ni un mes cuando los aislaron a todos. «¡Qué mal lo hemos pasado! He llorado lo que no está escrito, ha estado malito y no he podido estar con él», recuerda. Engracia ha pasado una neumonía en este tiempo, pero no fue coronavirus.

La familia reside en Valdefuentes y desde que se permiten los paseos su hija ha acudido cada tarde a la puerta de la residencia, así se sentía más cerca de él, a pesar de que no pudiera verlo. No para de tirarle besos y de hacerle gestos con sus brazos, como si le abrazara. «Mi padre nunca ha sido un hombre de besos, era un hombre trabajador, de campo, pero ahora se muere por besarnos», explica su hija. Engracia la escucha y prosigue con su intento de llegar hasta ella, logra quitar el freno de la silla, pero no puede avanzar. Coge una silla situada a su lado y se la señala: «Vamos, ven», le dice. Le está pidiendo que se siente junto a él, pero no se lo permiten. No puede parar de llorar.

Al final traza otro plan: se agacha, logra quitarse una zapatilla y se la tira. «Ven a ponérmela», le espeta a su hija. Es la única forma que ha encontrado para que se acerque a él. Le han explicado que no podían abrazarse, ni si quiera estar uno al lado del otro, pero es difícil de comprender. «Sientes mucha impotencia pero esto me vale. Lo importante es que hayamos sobrevivido a todo», asiente.

Flori intenta grabar en su memoria todo lo que ha hablado con su padre para reproducírselo a sus hermanos. Igual que Carmen, que ha hecho miles de fotos a su madre para enseñárselas a toda la familia (a las visitas solo puede acceder una persona). Y llega el momento de la despedida. «¿Cuándo vuelves otra vez?», le pregunta María a Carmen antes de marcharse. Para volver a verse tendrán que esperar hasta la semana que viene porque el protocolo exige que cada residente solo pueda recibir una visita cada siete días. Ellos ya están planeando el siguiente. Y se despide, una vez más, con un «¡te quiero!».