No es extraño que algunos pueblos aparezcan en ese periodo de infantilismo en el que buscan insistentemente un cambio de nombre que les haga aparecer como algo distinto de lo que son.

Porque se piensa, o porque se sabe, o porque se intuye que tras ese adjetivo resplandeciente vienen los réditos dinerarios.

Cuando uno ha levantado la veda e invita a otro al club de los privilegiados, saltan otros a recordar su carácter histórico, a exhibir blasones apolillados, a querer ser nacionalidades, al pillaje sin escrúpulos.

Cuando los poderosos llaman a su mesa a los plebeyos, siempre ha sido para que la limpien, no para que se sienten al banquete; cuando los organizadores de la fiesta llaman a su juerga al cuadro flamenco no es para que beba, sino para cantar, tocar las palmas y hacer gracias al respetable.

Debemos concluir que la nacionalidad española no imprime carácter, de donde se infiere que aquellos que no la quieren deberían individualmente pedir su renuncia a ellas, sin pretender arrastrar a todo un pueblo a esa renuncia.

Lo que no aceptamos es que, desde una posición no española, se pretenda reducir, dividir o erosionar el territorio español.

Es una actitud mucho más seria y constructiva para España tratar de involucrar a los poderes centrales en el desarrollo de un territorio exhibiendo, como he dicho tantas veces, los callos de nuestro esfuerzo propio que exhibiendo dudosos títulos aristocráticos.

La Constitución de 1978 no es un pacto entre territorios preexistentes, sino una decisión soberana del pueblo español que incluye la posibilidad de creación de Comunidades Autónomas.